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Lunes, 8 de diciembre de 2008

CONTRATAPA

Ultima voluntad

 Por Sonia Catela

Testamentos. ¿Qué discurso se elige para un documento que hablará por nosotros cuando podamos decir lo que se nos antoje (aunque sin apelar a la oralidad en estricto sentido), y del que se sabe que contará con auditorio asegurado? Un tal Guillaume Dufay barajó la ocasión: "Que doce o más hombres, en el día de mi muerte, canten mi misa para los difuntos", en una línea de homenaje a un ego o necesidad de ser escuchado. Testamentos de gente real, a la que una le levanta la sábana y espía esperando descubrirla en alguna verdad. Poco sorprende que Carlos Gardel expresara ante notario: "No debo suma alguna y perdono todo lo que me deben". Escuchó bien: "...perdono todo lo que me deben". Ya había hecho aclaraciones como "Soy de estado soltero y no tengo hijos naturales". Y cuando le tocó enumerar sus privadas propiedades no se engolosinó en detallarlas, apenas al pasar: "Mis bienes resultarán de los títulos y papeles que tenga a la fecha de mi fallecimiento". ¿A quién nombró heredera? Lógicamente "a mi madre Berthe Gardes". Como se sabe, Gardel cada día canta mejor.

Se trata también de las locuras que se legan. De las proscripciones que se reparten como cachetadas, los ajustes de cuentas, los odios.

La escritora española Rosario Acuña zapateó de lo lindo, en Santander, 1907. "Habiéndome separado de la Religión Católica por una larga serie de razonamientos, quiero que conste así, después de mi muerte, no consintiendo que mi cadáver sea entregado a la jurisdicción eclesiástica, testificando lo que es mi desprecio completo y profundo del dogma infantil y sanguinario, irracional, cruel y ridículo, que sirve de mayor rémora para la racionalización de la especie humana. Viví y muero separada radicalmente de la Iglesia Católica y si en mis últimos instantes de vida manifestase otra cosa, conste que sea tenido como producto de la enfermedad o de manejos clericales impuestos en mi estado de agonía; y diga lo que diga en el trance de la muerte se cumpla mi voluntad aquí expresada".

Un testamento es también ocasión para declaraciones de amor. Ésta puede ser medida en sus términos: "Como consideré que no debía aceptar la responsabilidad durante los años de conflicto de contraer matrimonio, ahora he decidido, antes de concluir mi vida en la tierra, tomar en matrimonio a la mujer quien después de muchos años de fiel amistad, entró a la sitiada ciudad por su propia voluntad con el propósito de compartir su destino conmigo. Por su propio deseo, ella irá como mi esposa a la muerte. Eso nos compensará, por lo que ambos perdimos por mi trabajo al servicio del pueblo" (Adolf Hitler, testamento de abril del '45). O exhibir pasión desenfrenada: "Mientras viva Perón, él podrá hacer lo que quiera de todos mis bienes: venderlos, regalarlos e incluso quemarlos, porque todo en mi vida le pertenece, empezando por mi propia vida que yo le entregué por amor y para siempre, de una manera absoluta. (Testamento de Evita, difundido el 17 de octubre de 1952)

Disposiciones sobre la manera en que apareceremos para nuestro velorio. Belgrano: "ordeno que mi cuerpo sea amortajado con el hábito de patriarca de Santo Domingo y sepultado en dicho convento". En cambio, la furiosa y atea Rosario, armó otra escenografía con ese soma que ya no podría manejar: "Cuando mi cuerpo dé señales inequívocas de descomposición (...) se me enterrará sin mortaja alguna, envuelta en la sábana en que estuviese, el caso es que no se ande zarandeando mi cuerpo ni lavándolo y acicalándolo (...); en la caja más humilde y barata y el coche más pobre (sin adornos de ninguna clase), se me enterrará en el cementerio civil. Prohíbo terminantemente toda invitación, todo anuncio, noticia que ponga en conocimiento de la sociedad mi fallecimiento: que vaya una persona de confianza a entregar mi cuerpo a los sepultureros. Si no fuese en Santander, que no se ponga en mi sepultura más que un ladrillo con un número o inicial".

Se puede legar, en un orden lírico, partes cruciales de nuestro cuerpo como el premio Nobel Camilo José Cela en "Donación de mis órganos": "Quiero el día que yo muera/ poder donar mis riñones,/ mis ojos y mis pulmones. /(...)/ Que se los den a cualquiera. (...) Si ya no puedo respirar,/ que otro respire por mí. (...) La pinga la donaré/ y que se la den a un caído/ y levante poseído/ el vigor que disfruté. (...) El culo no lo donaré/ pues siempre existe un confuso/ que pueda darle mal uso / al culo que yo doné. / Muchos años lo cuidé / lavándomelo a menudo/ Para que un cirujano chulo / en dicha transplantación/ se lo ponga a un ... / y muerto me den por el culo". Pero, saliendo de la poesía y ya ante propiedades contantes y sonantes, se puede excluir a un hijo como lo hizo el mismo Camilo José Cela. A su descendiente Cela Conde no le dejó nada salvo una pintura que le regalara años atrás, por entender que "el valor incalculable del Joan Miró da por totalmente pagada la herencia del testador". Sin embargo, en un tira y afloje perpetuo, el poeta ya había pleiteado al hijo en 1995, atribuyéndole "un comportamiento ingrato" a fin de recuperar la multimillonaria pintura; los jueces rechazaron su demanda.

Otro que desheredó a sus vástagos machos, Augusto Pinochet. En nota manuscrita. el difunto señaló que su esposa Lucía Hiriart y sus tres niñas recibirían "por partes iguales" una inversión de 1,5 millones de dólares en el Banco Coutts, pero sin explicación alguna, a sus hijos Augusto y Marco Antonio los desheredó de la fortuna que incluía también una finca costera, una mansión en zona cordillerana cerca de Santiago y varios departamentos.

Hay otros beneficiarios atípicos de los bienes que se testan, como los de Hitler: "Lo que poseo, pertenece en su debido grado al Partido. Si éste ya no existe, al Estado; si el Estado también es destruido, no hace falta una última decisión mía". (¿Puede un Estado ser destruido? Como sostiene Foucault, la historia le dijo "no" al Estado alemán. Su refundación y legitimidad debió buscarse luego sobre bases económicas, ya no políticas).

Hitler designó como albacea "a mi más fiel camarada del Partido, Martin Bormann (...) para que tome todo lo que tenga un valor sentimental o que le sea necesario para mantener una vida modesta y simple a mis hermanos y hermanas (...), también para la madre de mi esposa y mis colaboradores (...) y principalmente mis secretarias sin igual, Frau Winter, etc, quienes por muchos años ayudaron en mi trabajo".

En cambio, el generalísimo Franco, dejó dos testamentos, el millonariamente económico, y el político, armado con un limitado repertorio de frases hechas. Ambos son aburridos, pero el primero agota por su opulencia. Partiendo de su sueldo de militar, Franco llegó a poseer palacios, castillos, fortalezas, fincas, propiedades en Miami y las Filipinas, a los que decoró con los títulos nobiliarios que lograron sus hijas y nietas mediante casamiento. Vivando a España, el dictador se maquilló exageradamente: "Al llegar para mí la hora de rendir la vida ante el Altísimo, pido a Dios que me acoja benigno a Su presencia (...)

Pido perdón a todos, como de todo corazón perdono a cuantos se declararon mis enemigos, sin que yo los tuviera por tales.

Agradezco a cuantos colaboraron con entrega y abnegación en la gran empresa de hacer una España unida, grande y libre".

¿Alguien le cree?

En la vereda de enfrente, Rosario Acuña aparte de su furia y los derechos sobre su obra, dispuso: "Todas las coronas y ramos de laurel que poseo, regaladas en homenaje al mérito de mis escritos, ordeno que sean depositadas sobre el sepulcro de mi padre Felipe de Acuña y Solís y sean allí dejadas hasta que el tiempo las consuma".

Estilos. Testimonios de fe. Convicciones. Opulencias. Hipocresías. Revanchas.

Pero también lecturas amplias sobre la sociedad, las relaciones económicas y jurídicas imperantes, las restricciones y las jerarquías. Cuando las mujeres no eran ciudadanas testaban de este modo: "Que es mi voluntad dejarles a mis nietos, primeramente, a la María Josefa por su servicio personal dos vacas, a José Miguel dos vacas ... a mis criadas una vaca a cada una y a mi güeñe una yegua por su servicio", Josefa Hernández, 1811.

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