VERANO12

Alarmas

 Por Angela Pradelli

“La vinculación del hombre con el infinito
está en la infancia.”

William Goyen

Hay que reconocer que este año el jardín está distinto. Primero fueron los pájaros. Empezaron a llegar a principios de diciembre y desde entonces todos los días bajan al jardín en vuelos nerviosos. Pero se posan seguros sobre el pasto, firmes sobre la fragilidad de las patas. Clavan el pico en la tierra, lo hunden, escarban, maniobran una lombriz y la sacan a la superficie. Después vuelven a levantar vuelo. La operación no dura más que un par de segundos. Hay que verlos cómo remontan otra vez, mientras la lombriz les cuelga del pico agitándose en el aire. Debe de ser terrible para las lombrices. Estar en la oscuridad de la tierra húmeda sin ni siquiera sospechar la amenaza ni nada de lo que pasa acá arriba. No pueden ni siquiera intentar la defensa. Qué terrible estarse ahí, a cierta profundidad, en la seguridad oscura de la tierra húmeda, y de repente un golpe y algo que penetra con fuerza. Una punta que se clava, las atrapa y las levanta por el aire sin darles tiempo a nada. Me pregunto cómo saben los pájaros dónde están las lombrices. Cuál es la señal. ¿Largan algún olor las lombrices? ¿Tienen olfato los pájaros? ¿O es que hay toda una capa de lombrices por debajo de la tierra? ¿O es que los pájaros intuyen, prueban a acertar?

Llevo días tratando de que Mía observe eso. Un pájaro hundiendo su pico para cazar su presa y llevársela lejos para comerla. Pero no hay caso. Siempre pasa algo. O ella está distraída cuando llega el pájaro. O en ese momento justo entró en la casa y por más que yo la llame y ella corra nunca llega a tiempo para verlo. En fin, la cuestión es que no logro que Mía vea esa operación.

Mía acaba de cumplir cuatro años y es muy menuda. Vive en un departamento en el centro de Buenos Aires, y suele venir a Adrogué a pasar unos días durante las vacaciones de verano. Pero algunas cosas de esta vida en las afueras le complican los días de su existencia urbana, siempre más seguros. Un año fueron las hormigas. Si una hormiga se le cruzaba en el camino, ella se paralizaba frente al insecto y había que correr a rescatarla. Otra vez fueron las moscas. Se encogía y enseguida replegaba su pequeño cuerpo cuando una mosca le volaba cerca. Tanto con las hormigas como con las moscas, Mía tardó varios días en reconocer la falta de peligrosidad de esos insectos y aunque finalmente lo entendió, siempre siguió mirándolos con un resto de desconfianza y un leve frunce de los labios en señal de rechazo y de asco.

Este año empezó con eso de las alarmas desde el primer día que llegó. Anoche cuando volvió a preguntármelo estábamos en la cocina las dos. Preparábamos café.

–¿Oís las alarmas, tía?

–¿Qué alarmas? –le dije.

Sería mejor que tomara una taza de leche o un jugo, que comiera una fruta. –Los nenes no toman café –le dije.

–¿Qué nenes? –preguntó.

Después se puso en puntas de pie y se colgó de la mesada.

–Yo sí –me dijo.

Y controló que yo pusiera la misma cantidad de café en su taza que en la mía. Pero algo le interrumpió esa supervisión.

–Shist –me advirtió.

Su dedo índice señaló lo alto y entonces supe que otra vez Mía estaba oyendo las alarmas.

–¿Vos oís? –me insistió.

Puse dos cucharas de azúcar en cada café y revolví. Me pregunté si el ruido que Mía registraba vendría de la radio que sacamos al jardín para escuchar música. Pensé en una interferencia, tan común, por otra parte, por el acople de las antenas. O tal vez sería la música misma, algún instrumento. “Un éxito cada tres minutos” es el título del programa que escuchamos y que un conductor de voz arenosa repite antes y después de cada canción.

Mía levantó sus hombros minúsculos y me dijo que podía ser, que la música podía ser. Pero enseguida volvió a pensarlo y se arrepintió.

–No, no, no –dijo–. Son las alarmas que suenan acá cerca.

¿Sería eso? ¿Los sistemas de seguridad de las casas de la cuadra? En este barrio a veces las alarmas se disparan por distracción de los dueños. Son apenas unos segundos y puede que ese sonido que aparece con cierta frecuencia sea tan familiar para mí que ya ni siquiera lo registre. Por qué no.

–Pero no te asustes –le pedí.

–No me asusto –me contestó–. Quiero que las oigas.

Hacía calor pero era una noche clara y despejada y se estaba bien afuera. Por eso le dije que tomaríamos el café en el jardín. Y porque además este año ella está muy interesada en el cielo. Yo, como puedo, trato siempre de responderle las preguntas que me hace. A veces también durante el día ella mira cada tanto hacia arriba para supervisar la salida de la luna pero nunca dice nada en esos momentos.

Hasta que la luna aparece.

Y entonces ella suspira.

A veces se da cuenta de que la estoy observando.

Y entonces sonríe.

Después vuelve a mirar al cielo y ahí nos quedamos las dos juntas sin hablar.

–¿Alguna vez acariñaste la luna? –me preguntó anoche cuando salimos a tomar el café al jardín. Estábamos sentadas en el banco largo y buscábamos en qué parte de la hondura del cielo estaba la cara de plata.

Unos momentos antes, habíamos regado juntas las flores y también el pasto. Ahora las dos estábamos descalzas y el pasto recién regado nos humedecía los pies y eso nos daba una cierta frescura en el cuerpo.

Un perro ladró en la calle unos ladridos histéricos y agudos.

Ella apoyó el costado de su pequeño cuerpo sobre el mío antes de insistir.

–¿La acariñaste alguna vez? –dijo y me miró.

Y como no me gusta mentirle le contesté que sí, que algunas veces la acariño, y ella me dijo entonces que también. Algunas veces.

Primero fueron los pájaros atrapando lombrices bajo la tierra. En casa eso no había pasado nunca antes. Ni siquiera aquel verano tan lluvioso en que, por el exceso de agua, el pasto crecía rapidísimo. La tierra estaba tan húmeda que hasta las lambertianas, que tardan tanto en tupirse y son lentísimas para desarrollarse, largaban sin embargo sus ramas nerviosas. Las hojas de los cipreses crecían en crestones tan cargados que había que apurarse a podarlos para emprolijar los cercos deformados.

Los pájaros llegaron a principios de diciembre y unos días después aparecieron las mariposas. Hasta entonces era común ver en el jardín una mariposa planeando cada tanto o desplazándose hacia las flores de los canteros más cargados. Común pero raro al mismo tiempo, porque ya casi no se ven mariposas, ni siquiera en los jardines de los suburbios como éste. Pero cuando tantos pájaros cazando lombrices a nuestro alrededor eran todavía una sorpresa en el jardín, aparecieron las mariposas. Dos mariposas juntas volando hacia los rosales por la mañana. Tres para acá y para allá al mediodía. Otras tres revoloteando nerviosas y ágiles cerca de la retama. Al atardecer del día siguiente, puñados de mariposas blancas sobrevolaban las salvias azules. Dicen que antes las mariposas eran de un único color, que sólo había mariposas blancas y que después de la revolución industrial se fueron tiñendo de otros colores por los gases tóxicos que quemaban las industrias, y por la contaminación con que las fábricas arruinaron los ríos y el medio ambiente. Pero en este jardín hay mariposas blancas y de colores, con lunares, a rayas y combinadas. Así que acá tenemos mariposas pre y post revolución industrial mezclándose en sus vuelos cruzados. Ahora ya casi no causa ninguna sorpresa pero al principio sí. Aunque son tan delicadas y siempre un poco sutiles, la verdad es que al principio fueron un sobresalto. Llegar de la calle, poner apenas un pie en el jardín y encontrarse siempre una bandada de mariposas que remontan vuelo y se pierden en el aire extranjero de las casas vecinas o de la calle. Cuánto tiempo habrían estado esas mariposas ahí, quietas, en la soledad del jardín sin gente, en la hondura de los silencios sin voces. Por qué se van siempre, tan distantes, tan ágiles, tan nerviosas. Por qué se van.

Pero Mía tampoco me hizo mucho caso con las mariposas porque seguía preocupada por las alarmas.

Y anoche empezó otra vez mientras estábamos en la cocina preparando el café.

Después salimos las dos al jardín y apoyamos las tazas en el pasto. Fue cuando estábamos conversando sobre la luna que ella tuvo un sobresalto porque otra vez había empezado a oírlas. Un sobresalto que fue casi un temblor en la diminutez de su cuerpo.

–Las alarmas –dijo.

Entonces las dos nos levantamos del banco.

–¿Oís ahora? –me preguntó.

Mía respiró hondo y avanzó rápido bordeando los rosales. Yo la seguí.

–¿Oís? –me preguntó.

Estábamos paradas en el medio del jardín.

La noche seguía siendo calurosa a pesar de cierta frescura que aún sentíamos en los pies húmedos.

–Por ahí –dijo Mía elevando un brazo.

Las dos buscamos en el cielo.

–Oí –me ordenó ella.

Y señaló con el índice las copas de los pinos más altos del baldío de al lado. Venían de ahí las alarmas. Igual no nos movimos. Aunque ahora ya lo sabíamos, las dos permanecimos quietas bajo la inmensidad de esa noche clara. Que las alarmas vienen de ahí, supimos las dos, de los blancos que los pájaros hacen en las ramas en las que se esconden con sus presas aún vivas en los nidos.

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