El problema de la Justicia

Por Victoria Ginzberg
Gonzalo Martinez

El fin de toda etapa es el principio de una nueva. La sentencia del juicio a los ex comandantes abrió la posibilidad, luego abortada, de enjuiciar a quienes, desde cargos altos, medios y bajos habían participado del engranaje represivo de la última dictadura. Las leyes de punto final y obediencia debida y los indultos no paralizaron, movilizaron. Esa movilización se convirtió en el germen de la confesión, de los juicios en el exterior y también de nuevas investigaciones en la Argentina. La declaración de inconstitucionalidad de aquellas normas demostró que era posible volver a oponerse a la impunidad desde la Justicia. Y ese fallo también fue sólo un inicio. En poco tiempo más la Corte Suprema dará luz verde para que sean juzgados los represores de la dictadura. Nuevamente un cierre y a la vez un comienzo.

El pronunciamiento de la Corte no saldrá de un cascarón. Existen varios procesos abiertos contra represores en los tribunales argentinos y hay alrededor de 150 militares presos. Pero la decisión del máximo tribunal pondrá fin a la incertidumbre y permitirá que, por fin, los culpables sean condenados.

La Justicia se puso en funcionamiento en lo que a este tema se refiere. Pero los arrestos deben ser el principio y no el fin de la cadena. Un juicio implica no sólo la denuncia y el encierro de los acusados, sino sobre todo escuchar a los testigos, averiguar qué pasó con las víctimas, recolectar las pruebas y, finalmente, dictar una sentencia.

Ese es el verdadero cierre de un proceso judicial: la sentencia.

Es lo que impide que un juicio se suspenda porque los represores están viejos e incapaces. Es lo que limita que las condiciones de excarcelación se vuelvan una discusión de fondo cuando debería ser sólo un incidente menor. Es lo que permitirá a las víctimas, a los familiares, hacer un descanso, aunque su camino no termina, pues en estos treinta años han acompañado a otros que también necesitan justicia.

Desde 1983 la sociedad argentina está tratando de reconstruir el tejido social que rompió la dictadura. Durante muchos años la imposibilidad de hacer juicios sobre los delitos más graves cometidos en el país abonaron la desconfianza y el desprestigio del Poder Judicial. Luego los jueces de la servilleta y una Corte Suprema encabezada por un ex jefe de la policía de La Rioja hicieron lo suyo.

María Julia Alsogaray tiene una sola sentencia –y no está firme–, pero acumula decenas de denuncias por delitos que ya huelen a viejo. Hace pocos días se conoció la confirmación de la sentencia por el escándalo de los guardapolvos de Eduardo Bauzá. Una investigación que tardó quince años en concluir y terminó con condenas menores a dos funcionarios de segunda línea y dos miembros de la empresa fantasma que debería haber confeccionado los guardapolvos.

Si los juicios por ofensas cometidas en la función pública no se demoraran lustros con procesamientos eternos (en el mejor de los casos), el acortamiento de los tiempos de las prescripciones no implicaría un debate público ni sería motivo de indignación. Si los miles de presos amontonados en las cárceles tuvieran certeza de un juicio justo y rápido con las debidas garantías, no estarían tan amontonados. Si el Estado tuviera una idea completa, un plan estratégico, de cómo debe funcionar la Justicia, no se producirían parches permanentes, en su mayoría destinados a acallar el reclamo de quienes piden mano dura. Si no se hubieran tenido que soportar años de impunidad de crímenes atroces y de una connivencia pública entre el poder político y el Judicial, no se generaría una sensación de desconfianza ante un fallo que no se ajusta a las expectativas de la opinión pública.

La remoción de jueces cuestionados es sólo un aspecto del problema. El desafío es construir la Justicia, transformarla en un sistema que funcione y sea creíble y confiable.

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