Como cuando pensás que te fue mal en un examen y, efectivamente, reprobás. Como ponerle picante a la comida y despertarse con acidez. Hay veces que lo que nos pasa en el presente nos sorprende sin sorpresa. Porque ya lo sabíamos, incluso sin querer verlo. No hay nada nuevo en los debates en torno al feminismo. Ya sabíamos lo mal que la estaban pasando. ¿O por qué le pedías que te avisara cuando llegara a casa? ¿Por qué la ibas a buscar a lugares? Ya sabíamos que volvían corriendo de la calle. Que iban con la llave en la mano y abrían a las apuradas. Que bajaban la cabeza cuando les gritaban algo desde el auto. Pero, a veces, lo más difícil es darse cuenta de que lo normal está raro. Qué irreal se ve ahora la falta de empatía que tuvimos por tanto tiempo.

Por eso estos debates no tienen sentido, porque llegaron tarde. Porque la situación no es incipiente, es consecuente. Las mujeres no se empoderaron por la desigualdad laboral, sino porque se están muriendo, porque las estamos matando. Y ni siquiera fuimos capaces de verlo. Nos tuvieron que explicar que un crimen pasional era un asesinato, que matar por amor es matar. Y es muy difícil que decidamos dónde empieza la vida, si no podemos ver dónde se termina. Optar por un mundo más justo no es debatir mientras se mueren las chicas, es empezar a cuidarlas. La despenalización del aborto ya no es más un debate por la conciencia más limpia, es una resolución urgente para cuidar a las cientos de miles que mueren por año.

Y aquí hay otra cosa que ya sabías: así se ven las revoluciones. Se ven como el sentido común que ya no vuelve a ser el mismo, como la pregunta que no te estabas haciendo. Porque no hay cambio más profundo que la conciencia que se quiebra. Así que subí la ventanilla del auto y dejá de gritar cosas, que estás quedando como un ridículo.

* Estudiante de Filosofía y Letras de la UBA.