Cuando el 11 de marzo de 2008 el flamante gobierno de Cristina Fernández de Kirchner presentó la resolución 125 pergeñada por su entonces ministro de economía, Martín Lousteau, nadie sospechó que se estaba prendiendo la mecha de una llamarada que iba a tener en vilo a toda la sociedad argentina por más de cuatro meses. Hasta esa madrugada del 17 de julio en que, para coronar el dramatismo en un punto sublime, el vicepresidente Julio Cobos tuvo que desempatar la votación en el Senado y lo hizo en forma no positiva. Nadie sospechó que aún hoy, diez años después, sus efectos iban a seguir vibrando entre nosotros.

La Presidenta había asumido hacía escasos tres meses luego de ganar las elecciones en primera vuelta con el 45,3 por ciento de los votos. Cuestionar la estructura de la propiedad agraria en Argentina parece ser el tabú originario, como la prohibición del incesto, sobre donde se construyen nuestras normas de convivencia.

Para Domingo Faustino Sarmiento no había posibilidad de construir una sociedad democrática si la fuente de las riquezas estaba tan mal repartida: “Nuestros hacendados no entienden jota del asunto, y prefieren hacerse un palacio en la Avenida Alvear que meterse en negocios que los llenarían de aflicciones, quieren que el gobierno, quieren que nosotros que no tenemos una vaca, contribuyamos a duplicarles o triplicarles su fortuna a los Anchorena, a los Unzué, a los Pereyra, a los Luro… y a todos los millonarios que pasan su vida mirando cómo paren las vacas…”.

La vieja discusión argentina sobre el campo está llena de mitos recurrentes. Uno de ellos habla de un paraíso terrateniente improductivo y anticuado. Según los estudios que se han desarrollado en los últimos años, por ejemplo, los trabajos del historiador Roy Hora, los grandes propietarios de tierras han sido tradicionalmente muy eficientes y modernos a la hora de emprender la producción agropecuaria, siempre se vincularon al mercado externo desde una noción capitalista atenta a los cambios internacionales. Fueron capaces de reorientar la producción hacia los diferentes cultivos que les aseguraran maximizar ganancias, reconvertirse a la ganadería lanar o bovina si eso les convenía. Nada parecido a latifundios coloniales de monocultivo. Y, sobre todo, fueron muy hábiles y activos para influir en las políticas de Estado para favorecer sus intereses. Las grandes extensiones de tierra fértil en Argentina nunca se democratizaron como en EE.UU., por eso es que la producción agropecuaria genera grandes riquezas que se reparten entre pocos.

Pero el contexto de 2008 vino precedido por el fenómeno de la soja. La producción pasó de 11 millones de toneladas en 1997 a 47 millones en 2007, alentados por su precio internacional que pasó de 200 dólares por tonelada en 1992 a los 573 dólares que cotizó en 2008. Este boom sojero transformó profundamente el campo argentino: la tierra multiplicó su valor y un nuevo sujeto productivo, los pooles de siembra, monopolizaron la producción llevándola a gran escala y convirtiendo a muchos de los tradicionales propietarios en rentistas, pues les alquilaban sus tierras a estas megacorporaciones.  

La resolución 125 pretendió establecer un nuevo esquema de retenciones móviles para las exportaciones de soja, girasol, trigo y maíz. Su novedad radicaba en que subía las alícuotas en la medida en que lo hicieran los precios internacionales. Su implementación respondía a un problema emergente, la incesante suba de los precios internacionales de los alimentos era trasladada por los productores al mercado interno, por lo que el poder adquisitivo de los sectores populares estaba amenazado. El gobierno se propuso contener esos aumentos cobrando retenciones a la exportación. Faltó tacto para no afectar por igual a todos los productores, provocó una unidad impensable y cuando intento corregir el error ya era tarde.

La Mesa de Enlace que se conformó como respuesta al gobierno, aglutinó a las cuatro principales organizaciones propietarias del campo. La Sociedad Rural (SRA), que nuclea a los más grandes, creada en 1866 y cuyo primer presidente fue José Martínez de Hoz; la Federación Agraria, de los medianos y pequeños productores, tradicionalmente opuesta a la SRA desde su nacimiento en el Grito de Alcorta en 1919; CONINAGRO, una organización que agrupa al sector cooperativo agrario de Argentina, fundada el 4 de junio de 1958; y Confederaciones Rurales Argentinas (CRA), fundada en 1943 formada por 109.000 productores agropecuarios de todo el país.

Las protestas empezaron con paros en el agro que cada vez fueron más prolongados, cortes de ruta y piquetes que generaron desabastecimiento, actos, movilizaciones y dos gigantescas concentraciones: una en Rosario y la otra en los bosques de Palermo.  Al calor de aquellas jornadas los medios de comunicación masivos se volcaron sin disimulo y enorme beligerancia a favor de la Mesa de Enlace. Durante horas interminables las imágenes mostraban los piquetes en las rutas. Un viejo mito fue reflotado: el discurso criollista. El gaucho y la tradición, el payador y la chinita. De pronto se puso en primer plano que “la patria es el campo”. Una ficción elocuente tomó cuerpo y el “campo” se construyó como un concepto primario, puro, libre de contradicciones, un océano de productores victimizados. Los dos grandes ausentes del relato fueron: los peones rurales, hubiera sido incómodo mostrar como los trataban; y los grandes propietarios, también era incómodo mostrar gente hipermillonaria pidiendo que no le cobren retenciones.

Fue una especie de 17 de octubre al revés, invirtiendo la famosa frase de Scalabrini Ortiz “los dueños del suelo sublevados”. La alianza social, económica y política que se conformó en esos cuatro meses logró ganar las elecciones en 2015, ubicó al presidente de la SRA, Luis Etchevehere, al frente del Ministerio de Agroindustria, y consiguió bajar al mínimo las retenciones por exportaciones. El debate por la propiedad de la tierra y el reparto democrático de la riqueza sigue pendiente.