Que un arzobispo, alguien del clero o de entre los feligreses católicos se presente en los medios como crítico de cine para opinar sobre películas no es novedad en la cultura argentina, sino una larga tradición. Gran parte del siglo XX, cuando el cine fue lo suficientemente poderoso como para llenar más butacas que cualquier iglesia, las publicaciones de la prensa católica argentina intentaron eclipsar la fuerza libertaria de las películas que se fue expandiendo como y entre las pantallas. De hecho, el diario El Pueblo, fundado por el padre Grote en 1900 tanto como su sucesor Esquiú, se proponían desde un catolicismo militante como un servicio para, entre otros objetivos, dar “orientaciones sobre los espectáculos a los que concurren sus hijos”. Esa pretendida orientación, la mayoría de las veces, era una proclama por la censura, cuando no una complicidad lisa y llana con los entes censores desde su creación. La prueba más cabal es que el censor Miguel Paulino Tato siguió escribiendo crítica de cine en Esquiú al retirarse de su cargo al frente del Ente de Calificación Cinematográfica, donde asumió el 1 de septiembre de 1974 y se retiró unos cuatro años después, jactándose de dejar un reguero de cientos de películas censuradas. “Yo soy un censor nato, y no le temo a la palabra ‘censura’. Siempre pensé que mi labor como censor fue una especie de continuación natural, de ampliación, de mi actitud como crítico”, decía Tato, quien creía que las opiniones, análisis y miradas desplegadas por la crítica son un ejercicio de censura y no todo lo contrario, o sea, la posibilidad de poder hablar libremente sobre películas, que es lo que debería ser. De hecho, es defendible que el diario El Día le permita a Aguer que sea crítico de cine y opine lo que quiera, no por ello se debe dejar de revelar que el sacerdote esté en la tradición de Tato de ponerse del lado del censor al cuestionar (con una teoría conspiranoica) la calificación de Solo Apta para Mayores de 13 años (SAM13) para la película Llámame por mi nombre, que es la conclusión del texto; un planteo que ya hizo el año pasado en su crítica de Nadie nos mira, donde también cuestionaba que sea Solo Apta para Mayores de 16 años (SAM16). Es fácil ver cómo ambas críticas a películas de contenido “homosexual” llevan a Aguer a la misma estructura de argumentación: enumerar lo que llama perversiones y actos “antinaturales” en cada film para proponer formas más duras de calificación a las películas, queriendo atrasar a épocas de la censura de Tato, pero con la inocencia de no reconocer que en la actualidad el acceso a las películas a adolescentes no lo restringe la calificación de las salas de cine (otra prueba de que la Iglesia no vive ni piensa en este tiempo).

Los clisés religiosos del texto de Aguer ya fueron sobreexpuestos en toda la tinta cristiana que se derramó en la prohibición primero, y en la discusión posterior al estreno tardío en Argentina de Teorema (1968) de Pier Paolo Pasolini, película con algunos puntos en común con Llámame por tu nombre, al narrar la historia de alguien que irrumpe en una familia para, principalmente, poner en crisis las costumbres y certezas sobre la orientación sexual de sus integrantes. Los conflictos alrededor de Teorema fueron casi desopilantes, un ejemplo es que la OCIC, sigla del jurado católico de los festivales de cine, le había dado un premio en Venecia a la película de Pasolini y, frente a la indignación del Vaticano, tuvieron que salir a decir que el premio era un error y se lo sacaron. Sobre eso, el mensuario local Jauja, creado y dirigido por el jesuita Leonardo Castellani entre 1967 y 1969, publicó un texto escandaloso de Juan Carlos Moreno, secretario de Moralidad de la Acción Católica de Buenos Aires, que despliega, en dosis altas, el antisemitismo y la conspiranoia de Aguer: “La OCIC se ha metido en la Iglesia para deteriorar a la familia cristiana, en lo moral y en lo religioso. Al laurear la obscena película Teorema, ha subvertido y vulnerado los fundamentos capitales del dogma y la moral. De ahí la decidida y pronta intervención de los obispos italianos. Es innegable que en la OCIC hay infiltrados, es decir, gente contraria, masones o criptojudíos, los cuales de consuno con los malos teólogos (falsos profetas) que discuten las encíclicas pontificias y desvirtúan la pureza de la Biblia y de la Sagrada Tradición, tienen la misión diabólica de destruir la Iglesia, bajo la apariencia de protejerla (sic). Son meramente lobos con piel de ovejas”. Como revela el estudio de Luciano Barandiarán y Juan Manuel Padrón sobre censura y prensa católica en relación a Teorema, hubo muchos textos católicos que salieron al ataque, incluso defendiendo la exhibición de la película, como el del sacerdote jesuita Mariano Narciso Castex, que sostenía que la película era “una expresión creativa de alto nivel artístico, que revela el profundo drama de un homosexual (Pasolini). Estas dos cosas están básicamente en el film y pueden verse a través de tres elementos que lo sostienen: agresividad, angustia y creatividad. Especialmente la agresividad con que Pasolini destruye todos los valores del dinamismo normal del amor.” Con la misma estrategia, Aguer también insiste en hacer pasar la vida homosexual como un drama en las películas de las que escribe, donde el “camino de los protagonistas se empantana en la tristeza.” Un argumento vetusto que nada tiene que ver con la felicidad del descubrimiento del sexo y la compresión de esas relaciones que tiene Llámame por tu nombre, película escrita y producida por James Ivory, pionero en cine del homoerotismo juvenil, a quien Aguer no nombra, por falta de cinefilia tal vez, aunque hace dos semanas le dieran un Oscar por su guión.  Pero probablemente no quiera mencionar a Ivory porque debería reconocer que fue el director de Maurice (1987), la primera película gay con final feliz. Y sabemos que para la Iglesia hay una felicidad que es pecado llamarla por su nombre.