No todos los westerns son buenos. Hay muchos malos o intrascendentes. Uno se equivoca y cae en otra historia de buenos y malos sin matices, en la que el bueno termina persiguiendo al malo a todo galope hasta atraparlo y darles pasaje a la ley o al otro mundo previa pelea a tiros entre rocas imperecederas. Hay westerns que respetan este esquema y no por eso resignan la calidad. Por ejemplo, Winchester 73. Aquí, bajo la ágil dirección de Anthony Mann, James Stewart persigue a su hermano –que mató a su padre, o sea, al de ambos– y sostiene con él un tiroteo a muerte. La del hermano, que era interpretado por el villano de Stephen McNally, aquí más villano que nunca, con barba muy crecida y algo sucio. Pera hay westerns que son buenos por su historia, por sus intenciones narrativas. Uno de los más notorios es Conciencias muertas, (TheOx-Box Incident), de 1943, dirigido por Wiliam A. Wellman, con Henry Fonda en el estelar y también Dana Andrews, Anthony Quinn y Henry Morgan, entre otros. Es un film de bajo presupuesto que narra el linchamiento de tres hombres acusados de cuatreros a manos de una turba de puebleros enfurecidos. Se trata de uno de los films más valiosos sobre la violencia ciega, sobre la compulsión de matar para hacer justicia por propia mano. Los tres condenados se resisten como pueden y uno deja una carta a su mujer que es leída al final, en el bar del pueblo ante los rostros devastados por la culpa de los linchadores. Fonda lee la carta y su rostro está semitapado por el sombrero de Henry Morgan. Un alarde de esilo: escamotearle la cara a la estrella del film en su escena cumbre. Este film –por su ambición temática– es uno de los pocos que consigue ponerse a la altura de High Noon (A la hora señalada), la obra maestra del género.

La novedad que traía A la hora señalada era presentar a un sheriff temeroso, que pedía ayuda a los habitantes del pueblo. John Wayne vio este film con desagrado macartista. Apenas unos años después, bajo la dirección de Howard Hawks, filmó Río Bravo. En ella, interpreta a un sheriff que, ante la presencia de los asesinos, los enfrenta apenas con la ayuda de un alcohólico, un jovencito y un viejo desdentado, entre los que se establecen los vínculos de amistad típicos de los films de Hawks.

En Warlock, film de Edward Dmytryk, es el pueblo el que ayuda al marshall a luchar contra los malvados. Aquí, una pandilla de malvivientes acostumbra a entrar en el pacífico pueblo y hacer todo tipo de tropelías. Por fín, matan al sheriff y, cuando nadie espera nada de la autoridad, se ofrece para ocupar el cargo un integrante de la banda violadora de la ley. El hombre está cansado de ser un fuera de la ley y ahora quiere encarnarla. Le dan el trabajo. El nuevo sheriff va al rancho de los malvados, entra y les dice que nunca más vayan al pueblo. Le clavan un cuchillo en la mano por toda respuesta. “Mañana vamos a ir”, le dicen amenazadoramente. El sheriff, sosteniéndose su mano diestra con un pañuelo, se dirige hacia la puerta. Antes de salir se da vuelta y les dice: “Ustedes tienen prohibida la entrada al pueblo. No vayan. Yo voy a impedirlo”. Todos estallan en hirientes carcajadas: “¿Con esa mano?” “Con esta mano”. Sale de la cabaña y monta en su caballo. Un integrante de la banda, que lo quiere pero no renuncia a su grupo de pertenencia, lo corre, lo alcanza y le dice: “Estás loco. Te van a matar. Tenés tu mano quebrada. Nadie te va a ayudar”. El sheriff le dice: “Yo soy la ley. Vos no entendés nada. Soy la ley”. Aquí el film se llamó El valor del miedo. Es un film algo maldito con Richard Widmark, Henry Fonda y Anthony Quinn. Se estrenó en el Gran Rex en 1959.

En Shane, el desconocido, (1953, George Stevens), toda la trama se visualiza desde el punto de vista de un niño (Brandon DeWilde). Esto le entrega a esa trama frescura y dramatismo esenciales. Shane (Alan Ladd) aparece en una pequeña granja y es expulsado por el dueño (Van Heflin). En seguida llegan cuatro bravos de los ganaderos que luchan contra los agricultores. Cuando todo indica que habrán de atacar a Starret, el granjero, aparece Shane, que no se ha ido, y se pone a su lado. Le preguntan quién es y dice: “Un amigo de Starret”. Los ganaderos lo respetan, le temen y se van. Habrán de contratar a un gunfighter para combatirlo. El gunfighter es Jack Palance, prodigioso aquí, igual que Van Heflin y todos en un film magistralmente dirigido por George Stevens. Queda a juicio de los espectadores decidir si, cuando se va, Shane está vivo o muerto sobre su caballo. Poderoso film.Tiene balas y trompadas, pero demuestra que el género ofrece mucho más que eso.

El duelo final entre Shane y Palance es de frente, cara a cara. Porque en los westerns no se mata por la espalda. En Jesse James, con Tyrone Power y Henry Fonda, los hermanos Ford matan a Jesse de ese artero modo, el peor en las películas del Oeste, donde sólo los traidores o los más perversos asesinos matan así. El género, acaso insistimos, tiene relaciones con todo tipo de realidades, arroja sus significantes hacia el pasado y hacia el futuro.