Una francesa cruza Hungría desde el cielo, su viaje es una hazaña, nadie esperaba que aquella trama celeste fuera tan breve. Demasiado rápido, demasiada vanguardia para la velocidad del tiempo que aquel tiempo permitía. A comienzos de la primera década del siglo veinte una mujer con título de piloto atraviesa el aire a 89 km por hora. La distancia de 1143 kilómetros en doce horas cincuenta minutos es epopeya arriba y viento de apuestas abajo. Junto a René Rumpelmayer (1871-1915), el aeronauta capitán de artillería, la parisina despegaba en tierra gala y aterrizaba en rusa. El viaje relámpago era en globo con cuaderno de notas, cálculos y cronómetros que los bautizaban aventureros de records. Juntos establecieron uno cuando llegaron muy cerca de Jarkov en Ucrania después de viajar apenas un poco más de cuarenta horas. Los kilómetros recorridos como un suspiro -casi lo era para las marcas alcanzadas por aquellos relojes- la hacían soñar con vuelos nuevos, metáforas axiomáticas de elevación que lo explicaban todo y, así como Girondo le agradecía al Campo nuestro “Y mil gracias por darnos la certeza/de poder galopar toda una vida /sin hallar otra muerte que la nuestra”, también Marie esperaba que su galope aéreo la encontrara en céfiro inmortal. Trazaba rutas, ideaba atajos y mejoras para la expedición de su próximo mapa esfera cuando estalló la Primera Guerra y su destino de aviadora se desvistió. Un desnudo furtivo para un traje nuevo. El overol brújula de la navegante pájaro se convirtió en guardapolvo blanco con casquete almidonado y bolsillos con alcohol y vendas. En la guerra, las mujeres, enfermeras antes que nada y  siempre. Ya no había lugar para Marie en las estepas nevadas donde una palmera datilada verde como la primavera no rompía con ninguna armonía blanca, tampoco en el suelo de momias de algas que guardaban las cumbres. Las horas de osadía aérea de Marie se habían detenido y la muerte la esperaba en una sala. Mientas curaba a los heridos, una enfermedad -o muchas juntas hechas una, esas que suelen volar con vuelo rastrero en las tiendas de campaña- la atrapó de muerte. La mujer audaz con destellos de Jeanne Labrosse, Élisabeth Thible y Citoyenne Henri, la mujer del aire de altura que aún no había cumplido los 37 años, que tenía según los relatos hijos y maridos varios y que había nacido con el nombre de Marie Kann  no pudo morir en el espacio de su certeza llenando el aire de diagramas. No hubo despedida ni pudo morir abriéndole la puerta al aire. “Abrí la puerta,/ y entraron ceremonias/ y el coro/ y el azar/ y me rodearon./ Y entró el solista,/me enhebró con un hilo azul,/me dio una oculta condición de fábula/ y un oficio visible y errabundo/ de hierba recorriendo las criaturas./ Y la fiesta brilló sobre su música/ a lo largo del día.” (Amelia Biagioni). No fue así para nada, no hubo fiesta áurea de crepúsculo ni temor de bocanada furiosa, Marie murió “pour la France”. Morir en la guerra y por la patria elevó su vocación de vuelo hasta el grabado de la tumba y la inhaló en los recuerdos con vencimiento de efemérides pero la privó definitivamente del ideal, del despegue por venir, del próximo, del esperado vuelo en bolsa que atrapa una masa de gas para cruzar el mundo y llegar alto.