“Los chicos deben saber que este es un mundo espantoso”, dijo Laiseca y dio por terminado el asunto. Se quedó fumando y mirando como hacia nosotros pero un poco más allá. Le habíamos preguntado sobre el sentido de su último, espantoso y bello libro, La madre y la muerte. Estábamos con Nicolás Arispe, el ilustrador que puso en imágenes ese espanto y esa belleza a fuerza de Rotring, y que insistió hasta sacar esa historia de la oralidad. Laiseca acababa de dar mansa pelea con una enfermera, en una escena que podía adivinarse repetida: ¿por qué no podía fumar en el comedor? Ya le dije, a otros pacientes les molesta, don Alberto, le había dicho ella, hablando como se le habla a un niño. Hacía frío en el patio del geriátrico y por fin Laiseca pidió que alguien lo llevara adentro. 

Ya no vivía en aquel departamento que guardaba sus libros numerados y forrados en blanco, como anotaron todos los que fueron allí a entrevistarlo, y en el que, todos recordaban también, había que entrar pateando botellas para hacerse lugar. Su estado de salud lo había llevado a una silla de ruedas y a ese lugar en el que, contaban sus allegados, había pasado por varias etapas, hasta ésta en la que la cosa parecía encaminada. Sin embargo era evidente que aquella escena no encajaba: esa triste forma de piedad que despiertan los viejos, los fallados, los que no pueden solos, no le cabía a Alberto Laiseca.  

Su último libro cuenta la historia de una madre que persigue inútilmente a la muerte para traer de vuelta a su hijito. En las pruebas del camino tiene que ir arrancándose partes de sí misma: los ojos, el brazo, las piernas. La historia está contada con un despojo terrible y macabros golpes de sarcasmo. Está impecablemente editada por Fondo de Cultura en una colección infantil. La vuelta genial aparece también en las ilustraciones, que vuelven a esta madre una zorra y a la muerte un soldado de la primera guerra, en blanco y negro y con apabullante cantidad de detalles y citas. 

Laiseca había contado este cuento reinterpretando a Hans Christian Andersen. Arispe lo había escuchado, desgrabado e ilustrado. Recién después buscó al autor para decirle que había que editarlo. Mantuvo con él un contacto que años después posibilitó la entrevista que se publicó en junio en este diario, la última que se le hizo. No pude contar allí en qué contexto se dio, no supe cómo, no venía al caso. Quedaron las definiciones que el entrevistado dio como latigazos secos y certeros. “La vida es terrible y los chicos tienen que saberlo”, dijo entonces Laiseca, y estaba hablando de la muerte.