Los territorios aluden a esas otras tierras lejos nuestro, extensiones de tierra con fronteras difusas: “los territorios en disputa”, “los territorios ocupados”,  “los territorios en conflicto”; pocos llamarían territorios a las tierras propias, y su mera mención trae la dificultad de nombrarlos de otra forma; como si “los territorios” –casi como eufemismo– trataran de llevar en el nombre todos los conflictos que su superficie acarrea. 

La opera prima de Iván Granovsky es varios viajes a distintos lugares hilados por la búsqueda de experiencia del protagonista, un joven de treinta años, hijo de un conocido periodista de política internacional (en la ficción y en la realidad, ya que Granovsky también interpreta al personaje de su película, haciendo vibrar las líneas entre ficción y realidad, sobre todo cuando aparecen en pantalla su madre y su padre haciendo de ellos mismos). Iván viaja, como Carmen San Diego en el videojuego de los ‘90, cruzando fronteras, como si fuera un juego en el que hay que conseguir plata para seguir viajando, contactos para entrar a lugares difíciles, y apoyo moral para no estar solo. La película se filma como idea, la idea de hacer una película sobre periodismo, o sobre corresponsales de guerra, algo que va a devenir en una película sobre la juventud progresista, o sobre alguien que sabe mucho de lo que pasa en el mundo pero no sabe qué hacer con eso. En el comienzo, aparece mucho su padre (el periodista Martín Granovsky), casi como un faro, pero de a poco esa presencia se va desintegrando, sobre todo como modelo: “¿Entonces vos nunca cubriste una guerra?”, le pregunta el hijo al padre, y ante la sorpresa por la negativa, el hijo sale al camino, a buscar los conflictos que su padre cubrió desde la redacción del diario. 

Campo de refugiados en Grecia, París post Charlie Hebdo, País Vasco, Brasil, Israel, Palestina. ¿Cómo pensar Los territorios? Iván Granovsky, dice que es una película que puede mirarse como quien lee un diario, donde se salta de país en país, de tema en tema solamente pasando una hoja. Cambian las carátulas y los enfoques, pero siempre están los grupos minoritarios o las mayorías sin poder, los controles policiales, la riqueza, la pobreza y el poder. Así el mundo: los territorios. El protagonista se desplaza, no trata de explicar los conflictos, pero nos cuenta, nos muestra caras, diálogos, escenas que van armando un rompecabezas de la velocidad con la que pasan las cosas y todo lo que convive en un mismo presente: una joven periodista en París, una activista en Palestina, una cena en Euskal Herria. Los conflictos se terminan cuando el protagonista deja el lugar, y tanto él como el espectador empiezan a sentir esa compulsión por el viaje, por visitar los lugares que uno lee en los diarios, ver, ver, ver, ver si hay peligro, si esas armas disparan, ver cómo es. “Esa parálisis y esa voracidad de información son una de las características del síndrome de ser progresista. No estamos ni tan a la izquierda, ni tan al centro, ni tan en la acción. No estamos en ningún lado. Somos sólo nuestras ideas. Por eso el personaje encuentra morbo en continuar y no en profundizar. En realidad la parálisis está en profundizar. Pero es un personaje curioso. Siempre digo que Los territorios es una oda y una crítica a la curiosidad. Estamos orgullosos de interesarnos por el Mundo, pero no entendemos cómo ayudar a curarlo. Entonces todo es zapping, todo es consumo. Sólo somos gente informada, y ahí nos quedamos. Podemos informarnos más. Y listo. Siento que somos unos hipócritas, y unos buenos tipos. Todo al mismo tiempo. Por un lado, no analizamos nuestras propias marchas. Queremos que aparezca Santiago Maldonado: vamos y marchamos. Matan a Rafael Nahuel: nos quedamos en casa. Pero al mismo tiempo es hermoso que los argentinos salgamos a la calle cada vez que nos molesta algo. Porque eso, igual, alguna pequeña molestia al poder le hace. En Brasil estuve el día en que destituyeron a Dilma y había 500 personas en la Avenida Paulista en San Pablo. Es un misterio qué hubiera pasado en Brasil si esas calles se hubieran llenado como cada vez que las llenamos acá. Pero al mismo tiempo no renovamos esa lucha, eh. Porque, como digo en el film, nosotros nos preocupamos por Palestina antes que por la Villa 31. Entonces todavía no entendemos cómo enfrentarnos al poder. Nos falta fuerza y acción colectiva. Por eso el 8M es una manifestación que sí le hizo algo al verdadero poder”.

Granovsky nunca muestra del todo, siempre se mantiene en la periferia, como si hubiera un pudor en mostrar de frente; porque es al fin de cuentas una película sobre esa distancia, sobre el miedo que de verdad significa meterse en el barro, o sobre los reparos como director de filmar algo que revuelva las tripas o estruje de verdad el corazón. Porque no es eso lo que termina interesando, sino justamente la acumulación y la distancia, dos rasgos contemporáneos de una clase social, empática y también autocomplaciente. Y también porque es una película de personaje; Iván está casi todo el tiempo, y es sobre él que se cuenta: él en el paisaje, él con los otros, él mirando y pensando. Una película de héroe y de alguna manera, de transformación que logra hacer del director, el protagonista  y el material, algo indivisible, que se expone  y se muestra vulnerable en la autocrítica.  “La película denuncia desde la primera persona. No denuncio a los jóvenes sino que denuncio a los jóvenes como yo. Primero esto era una película sobre los intentos de un joven periodista por ser un periodista adulto y sabio, más que su propio padre, y cuando descubrimos los errores que ese personaje cometía, nos parecieron mejor tema de película esos errores. Creo que mi figura como autor es cínica, porque no planteo una solución, y me conformo con ‘reconocer el error’. Pero el protagonista no es cínico, sino no haría tantas cosas. El espectador ve a un chico contradictorio esforzándose por no serlo. Y al mismo tiempo, es sincero. ¿O acaso a todos nos conmueve todo tanto? Lo que está mal en este mundo nos conmueve un par de horas. En todo caso es cínico expresar conscientemente que nada nos conmueve”. Esa pregunta sobre qué nos conmueve está en el centro de la película: qué nos conmueve y hasta dónde, qué nos conmueve para llevarnos a hacer algo, salir a la calle, dejar de hacer lo que estamos haciendo, dedicarle tiempo a los otros. La película pone el dedo en esa llaga para preguntarse cómo debería conmovernos algo para que queramos de verdad intervenir. Y ahí la presencia de las dos generaciones se vuelve interesante. El padre periodista, que fue parte de un movimiento que creó un diario de izquierda, que cree en la información como vehículo para el cambio; y el joven que desciende de esa generación, que mira un mundo atomizado, de guerra de drones y post verdad, que ya vio cómo su generación tomó Wall Street para que gane Trump apenas unos años después. Es ese joven que se pregunta por las manifestaciones contemporáneas, por el poder de lo colectivo y la urgencia de la movilización inmediata. Hay algo en él que está en movimiento, que sale de viaje, que quiere la calle, que siente que hay que estar ahí para ver.

En el Gaumont, Rivadavia 1635, a las 18.45.