La puesta en libertad de Carlos Zannini y Luis D’Elía marca el derrumbe de una nefasta doctrina que convirtió la prisión preventiva en una herramienta de linchamiento público de personas y de persecución política de la principal fuerza política de oposición en el país. Marca un antes y un después en la historia del Poder Judicial argentino y está indicando que es muy problemática la existencia del estado de derecho en Argentina bajo un régimen judicial absolutamente desquiciado en sus funciones a través de todas sus instancias. 

Claro que la idea de reducir los daños de la virtual cacería política puesta en marcha por Comodoro Py a la cuestión judicial, que intentan los socios mediáticos y políticos del atropello autoritario, no es más que un visible intento de sacar de la mira al gobierno de Macri. Hasta aquí, su mandato tiene a la manipulación publicitaria, la extorsión, la persecución de sus adversarios y la represión callejera como instrumentos centrales y casi excluyentes. Podría agregarse la complicidad de una parte de los legisladores que fueron electos para fines opuestos a los que ostensiblemente parecen perseguir, pero aquí hay una zona gris con la mencionada práctica del apriete: algunos de esos parlamentarios actúan bajo el imperio de públicas y manifiestas presiones sobre los gobernadores, casi todas ellas reducibles al condicionamiento de los fondos financieros que necesitan. Lo cierto es que lo que empezó a resquebrajarse no es solamente una práctica nefasta del poder judicial sino un sistema de gobierno. 

¿Puede funcionar de otro modo el gobierno? ¿Puede reemplazar el entusiasmo morboso de la parte de la población por la prisión de quienes considera enemigos políticos? ¿Puede avanzar en su gestión sin los mitos producidos por una maquinaria comunicativa que incluye invasión de datos privados, ejércitos de trolls que infectan las redes y monopolio cuasi absoluto de la información de los grandes emporios mediáticos provisoriamente alineados con el gobierno? ¿Puede afirmarse sobre la base de la verdad, de la libertad y renunciando a sus prácticas autoritarias? Es muy difícil imaginarlo. Toda la vida política sería distinta en ese supuesto. Una parte importante del poder judicial y de la clase política respira el clima de época; es un clima en el que el poder político, económico e ideológico está concentrado en las mismas manos y son usados sin otro límite que el que le imponen las múltiples formas de la movilización popular. Estamos viviendo lo que podría convertirse en el comienzo de una crisis política exactamente el día en que el pueblo argentino ha vuelto a valorizar la emblemática fecha de la última usurpación oligárquico-militar del poder político. La memoria ilumina el presente. No hace falta simplificar y decir que vivimos en una dictadura para hacer notar que lo que estuvo en juego en aquel infausto 24 de marzo tiene una plena continuidad con lo que estamos viviendo hoy. Lo que estuvo y está en juego es el proyecto de colonización definitiva del país. 

Tal vez una de las escenas que la memoria y los acontecimientos presentes podrían iluminar es la de los intentos de alcanzar una expresión electoral unificada de la oposición. La necesidad de la unidad se hace dramática. Porque es una necesidad de una parte muy importante de la población que empieza a salir del cautiverio publicitario montado sobre la base de la mentira y la manipulación y constata cómo se ha deteriorado su calidad de vida, cómo su salario real ha disminuido. Y percibe que no se trata de errores circunstanciales sino del núcleo mismo de sentido de este gobierno y de las clases a las que representa. Si se quiere reducir a su expresión más concreta y reducida el lugar histórico que se ha dado este gobierno es el de elevar la rentabilidad del gran capital a costa de la reducción del “costo” salarial. Es el de doblegar la “diferencia argentina” que consiste en la capacidad de movilización de su pueblo, en la fortaleza de sus sindicatos y organizaciones sociales, en la riqueza de su cultura nacional, en la vocación de desarrollo científico y técnico autónomo. Ese bagaje que queda demostrado cuando, aún en tiempos de neoliberalismo y de monopolio ideológico, la mayoría de los argentinos dice,según los sondeos de opinión, descreer de los automatismos del mercado como modos de equilibrio social. Dice que es el Estado el principal instrumento para el equilibrio y la justicia social. 

Es muy patente el desajuste entre este ethos predominante entre los argentinos y las argentinas y lo que ocurre en las superestructuras partidarias supuestamente llamadas a representarlo. Todavía muchos dirigentes políticos temen más las represalias de los grandes grupos mediáticos y del gobierno que los de la calle. El último fin de semana en San Luis, diversos sectores del peronismo y fuerzas aliadas protagonizaron una nueva reunión abierta con la mira puesta en el avance hacia la unidad. Es un secreto a voces que el gobierno operó activamente en los días previos para debilitar el encuentro, con el ya clásico recurso de la extorsión. Sin embargo el proceso de agregación plural sigue su marcha; ya se nos está haciendo costumbre encontrar entre sus adherentes más entusiastas a dirigentes que tenían hasta hace poco posiciones muy encontradas entre sí. Sin embargo, en el interior de los grupos que acuerdan aparecen periódicamente recaídas sectarias, a las que conviene pensar más que condenar. El nuevo nombre de los argumentos contra la unidad es el “corruptómetro”. Detrás de esa desafortunada frase del diputado Solá se encolumnan todos los prejuicios sistemáticamente sembrados por los grandes medios y por el actual oficialismo; esos prejuicios no consisten en el invento de la corrupción estatal; esta existe y es una verdadera lacra que tendría que justificar un mejoramiento del combate sistemático contra ella y de las penas para su práctica. La manipulación consiste en la identificación de la corrupción con una fuerza política, el kirchnerismo. Y esto se hace en momentos en que estamos conociendo todos los días nuevas “hazañas empresarias” de los miembros de este gobierno, nuevos “instrumentos para organizar las inversiones” como insólitamente definió en estos días Macri a la plata puesta en guaridas fiscales. 

Y la novedad es que la corrupción que estamos conociendo no es la siempre condenable avivada de tal o cual funcionario. Es una corrupción sistémica. Es el capital liberado de compromisos legales. Es el poder sin controles jurídicos ni límites morales. Es la manera de ser del capitalismo contemporáneo. La fórmula mágica que produce un mundo en el que el 1% de las personas se queda con más de la mitad de la riqueza que se produce en todo el planeta. Se necesita entonces un gran corruptómetro colectivo. Y que no sea un modo de chicanear adversarios o de perseguir y encarcelar enemigos sino un gran movimiento político-social para hacer valer la cultura del trabajo, de la producción y del conocimiento por sobre la de los abusos de poder de los funcionarios públicos y los abusos de los poderosos de la tierra que consideran que eludir o evadir impuestos y normativas laborales y ecológicas -entre otras- es un recurso productivo. 

Mientras tanto hay que lograr que esta situación crítica en la que han entrado algunos de los pilares del régimen impulse una nueva brújula política. Una brújula que descarte las fáciles chicanas y los juegos que se practican para ganar la buena voluntad de los poderosos (del gobierno tanto como de los medios). En palabras simples es necesario perder el miedo, hacer política sin miedo. Es claro que las buenas relaciones con los poderosos pueden facilitar a corto plazo alguna carrera o algún objetivo político. Pero la historia política argentina de las últimas décadas en democracia es pródiga en “brillantes” carreras desplegadas bajo el alero de la protección multimediática que terminaron en pesadillas colectivas y definitivos ostracismos políticos. Es claro que oponerse a las políticas de hambre, persecución y entrega va a seguir siendo muy costoso en la Argentina de los días que vienen. Pero es necesario registrar que de aquí a la elección de 2019 se están definiendo muchos problemas históricos en el país. No se trata de ignorar legítimos cálculos y aspiraciones individuales o de grupo. Tal vez haga falta un egoísmo inteligente. Es decir colocar la propia carrera política en la huella de una profunda recuperación democrática y popular; una causa que siempre puede ser ocasionalmente derrotada pero que es la que finalmente puede merecer un reconocimiento duradero del pueblo.

Los primeros signos del derrumbe de una lógica judicial corporativa e ilegítima y la posibilidad de que se extienda en la dirección de quienes la han promovido y protegido desde el gobierno y desde los medios es una oportunidad política. Es, entre otras cosas, la evidencia de que aquí nadie debería estar trabajando para restablecer ninguna etapa pasada sino que se trata de habilitar las condiciones para construir un nuevo pacto político-constitucional entre los argentinos. En ese pacto, la lucha contra la corrupción será una parte importante de la lucha por la justicia y por la libertad.