Miguel Abuelo estaba ahí cuando comenzó todo. Ya sea en La Cueva de Avenida Pueyrredón, en La Perla del barrio de Once o en los areneros de Plaza Francia (la triada de lugares sagrados y originarios), Miguel vio al barro sublevarse hasta convertirse en aquello que se lo llamaría sucesivamente beat, pop y, finalmente, rock. Aunque para él cualquier etiqueta le daba lo mismo, porque siempre andaba de acá para allá cambiando de casa, de ropa, de pelo, de novia, de ciudad y de país. Incluso de modas y de modos: cuando Moris, Javier Martínez y el propio Sandro le daban las primeras puntadas a eso que hoy conocemos como rock, Abuelo canturreaba folclore, bagualas y vidalas. Si la patria es el padre, él no tenía ninguno: jamás conoció al suyo y su madre debió entregarlo al instituto de menores Manuel Rocca de Floresta porque no podía hacerse cargo de él. No por nada el periodista Juanjo Carmona tituló El paladín de la libertad a la indispensable biografía que escribió sobre Miguel Abuelo, trabajo que le llevó más de una década de entrevistas e investigación. 

El carácter azaroso e impredecible de su vida fue el mismo que lo arrimó a esa camada genésica del rock. No llegó por voluntad propia ni tampoco por recomendación de terceros. Arribó, en verdad, queriendo ir a otro lugar. “Lo conocí un verano en la ruta 2, haciendo dedo hacia Villa Gesell”, recuerda Pipo Lernoud, el puente que vinculó a Abuelo con la generación fundacional. “Era un chico de la calle y, al mismo tiempo, un gran poeta. Porque, a pesar de haber sido abandonado y de vivir en un reformatorio, era un tipo cultísimo. Tenía 19 años y era un busca que vivía a la buena de dios, pero sabía muchísimo de literatura y además era actor”, dice Lernoud. “Cuando lo llevé a La Cueva no sabía nada de rock. Lo presenté y Javier Martínez le preguntó que hacía, él le contestó que folclore y le pidieron que cantara algo. ¡Y realmente lo hacía muy bien! Aunque escuchar esa música en La Cueva era muy raro”. 

En ese entonces lo conocían como lo describía su documento: Miguel Angel Peralta. El apellido artístico le cayó como un meteorito la tarde que había ido a acompañar justamente a Lernoud a una discográfica y le preguntaron si él también tenía una banda. “Claro”, dijo. “Se llama Los Abuelos de la Nada”. Pero era todo mentira, salvo la frase, que pertenecía a Leopoldo Marechal. La respuesta, sin embargo, se convirtió en una profecía: el grupo existiría a partir de allí y grabaría tres simples entre 1968 y 1969 antes de que Miguel partiera a Europa. Nuevamente sin planes, casa ni destino, Abuelo se movió como trompo, dejando como único testimonio su propia obra. El mojón más valorado de esa experiencia (que duró una década) fue “Miguel Abuelo et Nada”, un disco grabado y publicado en 1975 en Francia pero que en Argentina se editó recién 24 años después.

“Yo acababa de llegar de Inglaterra y Miguel andaba buscando un guitarrista para los solos de un disco que estaba grabando. Merodeó unos bares de París donde se juntaban músicos y alguien le dio mis coordenadas, así que me llamó y nos conocimos”, cuenta Daniel Sbarra, que en los ‘80 regresó a Argentina e integró Virus. “Empezamos a grabar, hice los solos e intercambiamos data. En un momento me dijo si no prefería mejor armar un grupo y yo le dije que sí, entonces le hizo señas al productor del disco y le dijo: ‘de todo esto que grabamos… ¡no va nada!’. ¡El tipo que agarraba la cabeza porque habían hecho ya como veinte canciones! Así cambió todo de un día para el otro”.

El disco incluía siete canciones, algunas de una duración poco frecuente (entre seis y siete minutos). “Miguel tenía una personalidad muy explosiva y, al mismo tiempo, era creativo las 24 horas. ¡Tenía mucha intensidad! Se volvía difícil seguirle el ritmo, pero eso también lo hacía maravilloso”, evoca Sbarra. “A veces aparecía de la nada y decía: ‘acá mejor pongamos 50 trompetas!. Salía con ese tipo de delirios que a veces eran genialidades posibles de llevar a cabo… aunque en otras no tanto, jaja”. 

Mientras de día grababan ese disco (que incluyó un cello eléctrico por sugerencia de Sbarra), por las noches salían a tocar folclore por París, “porque era lo que nos daba de comer”, explica Sbarra, quien concluye: “Lo que ocurrió en ese disco fue mágico y maravilloso. Y, honestamente, creo que allí se guardó la mejor voz de Miguel en toda su vida artística”. 

“Muchos años atrás, o pocos años, según si pensamos en una vida o en la geografía, Miguel nos reunió como Los Abuelos de la Nada para brindar nuestras canciones a los amigos ausentes, a los prisioneros, a los desposeídos y a la democracia”, expresó Andrés Calamaro antes de invitar al escenario a Cachorro López, Gustavo Bazterrica y Daniel Melingo en un show suyo de 2016. Era la primera vez en décadas que los miembros vivos de la formación dorada de Los Abuelos se reencontraban sobre un escenario para revivir las canciones que sacaron a Abuelo de la trashumancia y la precariedad para darle una vida cómoda y popular. Aunque breve: solo pudo disfrutar de esas mieles poco más de seis años, todo el tiempo de descuento que le dio una enfermedad hasta entonces desconocida. 

“Miguel estaba lleno de pájaros y poesía, tenía barrio y cielo; cuando cantaba… resplandecía. Y los ojos le cambiaban”, viaja en el tiempo Calamaro, homenajeando a Abuelo de la mejor forma: asumiendo su rol de poeta, acaso el único rasgo que genuinamente lo identificaba en su más pura esencia. Sea cual fuere el ropaje musical que lo adornara, las canciones de Miguel Abuelo se distinguían de cualquier tag sonoro gracias al poder de una narrativa que hacía olvidar lo que sonaba de fondo: la música era su palabra. “Una tarde Miguel fue a visitar a una pareja de amigos y, espontáneamente, empezó a declamar. Y cuando terminó, unos veinte minutos después, lo aplaudían los vecinos de todas las ventanas”, amplía Calamaro vía mail para PáginaI12.

Entre 1982 y 1985 Los Abuelos editaron, uno tras otro, cuatro discos que fueron un éxito comercial: tres en estudio y uno en vivo, todos contenían hits radiales en plena era de expansión del rock argentino postMalvinas. Una bendición del mercado que le llegó a Abuelo demasiado tarde para disfrutarla o, acaso, demasiado temprano: vivía la vida con el vértigo de un boxeador, no administraba energías y dejaba todo en cada piña como si fuera la última.  

La partida de Calamaro abrió una sangría que desgajó aquella formación emblemática de Los Abuelos: solo quedó Miguel junto al baterista Polo Corbela y entonces encontró de esa crisis la oportunidad para refundar la banda con luminarias como Kubero Díaz o Willy Crook. “Después de irme de Los Redondos me dijo que fuera a tocar con él, con ese tono de gallito petiso”, describe Crook. “La decisión de incorporarme fue de él y no tanto de los otros músicos, ya que no querían un saxofonista. De hecho me pagaba Miguel de su bolsillo, algo que descubrí después. Fue un vínculo hermoso, intelectual y espiritual. Tenía principios, una palabra que prefiero a ‘códigos’, porque esos son penales. Era muy generoso, listo y callejero. Y todo, tarde o temprano, lo convertía en poesía, porque elevaba las conversaciones y evitaba los conflictos mediante la ironía, algo a lo cual yo adherí”.

En esa época, la del oscuro, hermoso y final disco Cosas mías, ya se movía con la convicción de un experimentado. “Tenía una alquimia verbal para cambiar cualquier conversación deprimente en algo gracioso: no le importaba meter humor mientras diseccionaba un cadáver”, aporta Willy Crook. Miguel Abuelo murió de sida el 26 de marzo de 1988 en Munro, la ciudad en la que había nacido. Treinta años atrás se despidió de los suyos pidiéndoles: “No me lloren, crezcan”.