En el comienzo de Edha, su protagonista (Juana Viale) debe salvar la presentación de su nueva colección de moda. Alguien estropeó con vino el vestido de novia que viste su hija, Elena (Delfina Chaves), y la diseñadora recurre a su ingenio. A los tijeretazos termina por convertirlo en una pieza digna de arte avant-garde. En el caso de la ficción de Daniel Burman, los manchones son varios y su creador no consiguió emular a Edha Abadi, cortando y pegando en la sala de montaje o posproducción. Las expectativas para su nueva incursión audiovisual –segunda para una pantalla que no fuera la cinematográfica tras Supermax– eran altas. Ante todo porque, como es sabido y altamente marketineado, se trata de la primera entrega original de Netflix hecha en la Argentina, con técnicos y elenco local, con una llegada asegurada para 190 países. Lamentablemente, esta otra pieza presenta varias imperfecciones: aunque es lujosamente presentada, se muestra esquemática a nivel narrativo, con subrayados en su hechura. Y pese a la correción en los aspectos técnicos, también es increíblemente desabrida, habida cuenta de la trayectoria del director de El abrazo partido. 

Los títulos del primer episodio –“Las marcas de la venganza”– y su cierre –“Alta costura”– sintetizan las temáticas, el universo y el tono general por el que se mueve esta entrega. Rodados íntegramente en Buenos Aires, sus diez episodios se adentran en el universo de la moda y lo que esconde su pompa. La trama sigue a una diseñadora exitosa y su vínculo con un modelo surgido de los bajo fondos, Teo (el español Andrés Velencoso), que busca desenmascarar el trasfondo de los talleres clandestinos sobre los que se asienta el negocio textil. Edha está en el centro de la narración todo el tiempo y será la conectora de los polos que se despliegan en la serie. Según le dijo propia Viale a este diario: “Ella es como una construcción de muchas personas, las ha absorbido y su forma de expresarse es a través de la moda”. Así es como en Edha conviven las luces de la pasarela y las casuchas de Villa Lugano. Hasta allí, podría haber sido un culebrón más, con un mejor envase que cualquier novela de media tarde de tevé abierta y cierto corte de denuncia social. La chica rica y un antagonista, movidos, en vez del amor por el desquite personal.

“Todo lo glamoroso y visible del mundo de la moda tiene una contracara oscura. Los lugares de producción y donde viven los trabajadores se alejan del brillo de la pasarela. El mundo de la moda tiene su contraluz, que forma parte de la misma realidad”, expresó Burman en estas mismas páginas. El problema es que los personajes, tópicos y subtramas son mucho más que esa simple premisa y se apelotonan durante varios episodios hasta su resolución. El guion, en ese sentido, presenta capas sobre capas, pero que ya suenan remanidas. Su padre (Osmar Nuñez) necesita a Edha porque la marca presenta aprietos económicos. A la diseñadora la persigue el fantasma de su madre (Ana Celentano), una artista performer al estilo de la fallecida Liliana Maresca. Está la enemistad con otra modista llamada Paloma (Julieta Zylberberg). El ex, Jauregui (Pablo Echarri), vuelve para reconciliarse con la hija de ambos. La adolescente, por otra parte, es carne de cañón para pedofilia y drogas. El fiscal Andrés Pereyra (Daniel Hendler) quiere desentramar la red de talleres ilegales. Y las historias siguen. La primera problemática no reside tanto en su carácter coral (habría que sumar los roles de Juan Pablo Geretto, Antonio Birabent, Carla Peterson, Martín Seefeld, Inés Estévez, en ese larguísimo etcétera), sino en su impostación y la superficialidad con la que se mezclan los ingredientes. El entorno high class y los eventines de arte, las consecuencias de un desmembramiento familiar, el deseo sexual y las máscaras profesionales están trabajados con el mismo grado de sordidez y trance que la explotación laboral y el maltrato policial.

Otro de los traspiés reside en el grado elegido para las actuaciones. El distanciamiento y la desconfianza entre los retratados en pantalla es a cocción anempática y con diálogos afectados. Nadie parece charlar, en realidad, salvo para decir su línea. Exceptuando los casos de Castiglione y Chaves, los personajes están presos de su esbozo y eso resalta en la pareja protagónica. La idea de que Juana Viale encarnara a una mujer de clase acomodada era sensata y hasta había tenido sus resultados. Con Malparida, en su veta autoconsciente y camp, había logrado una mejor composición. En este caso, su actuación resulta empañada por el desacierto de una voz en off que acentúa cada acción suya en el relato. La apuesta termina atentando contra lo que la presencia de Viale logra sin ese remache monocorde.  

No es, como se ha dicho en redes sociales, el mayor oprobio de la historia de la ficción argentina. En todo caso, se trata de un resultado más de su cuna. En ese sentido, se entienden las palabras de su realizador: “Hicimos una serie argentina. Creemos que si es auténtica va a funcionar en cualquier parte del mundo”. También desde la propia plataforma de streaming estuvo la bajada de hacer un producto que representase la idiosincrasia autóctona. Es factible que, en tiempos de consumo irónico, Edha tenga futuro como obra de culto y se valga de la “Vialexploitation”. Pero lo cierto es que a diferencia de The Room o Showgirls, Edha no es mala en su realización. Por el contrario, es correctísima. Por mencionar un ítem, la dirección de arte, con su predilección por lo anguloso y sombrío, es muy superior a la media de la producción local. Logra traducir ese campo inaccesible y ostentoso como una vidriera de la calle Alvear. Lo más bajo de la escala social, por otro lado, resulta menos elaborado. A su vez, las grandes panorámicas de la metrópolis son exquisitas pero filmadas con pericia burocrática y se disfrutan como la gelatina sin sabor. “Es magnífica de complicada”, definió a su criatura Viale, pero no puede hacerse extensible a toda la obra: Edha es complicada, pero de magnífica no tiene nada.