Tal como ocurre cada año, la Competencia Argentina del Bafici –festival que fue presentado por el ministro de Cultura de la ciudad, Enrique Avogadro, como “el que más películas argentinas estrena en el mundo”– vuelve a ofrecerse como un catálogo ecléctico que incluye parte del mejor cine que se produce en el país. Sus dos primeras jornadas resultaron promisorias y las cuatro películas proyectadas, un botón de muestra de lo que puede ser una gran selección. Habrá que ver si el resto de las 15 películas programadas en esta edición mantienen o superan el nivel de lo visto hasta el viernes.

La responsabilidad de abrir la competencia recayó en el documental Buscando a Myu, de Baltazar Tokman, cineasta de gran trayectoria como documentalista (Tiempo Muerto, 2010; Planetario, 2011; y I Am Mad, 2013) y una ficción, Casa Coraggio (2017), que es casi un documental. Acá Tokman vuelve a apoyarse con firmeza en lo documental, pero una vez más revela una capacidad inusual para retorcer el molde del género de forma tal que la película lo desborda tanto desde lo narrativo como desde lo formal. El alma del relato es Garrik, un joven mago y psicólogo que tratar de entender lo que ocurre con la más chica de sus hijas, quien mantiene un vínculo intenso con un amigo imaginario. No hay en el protagonista ninguna intención de reprimir aquellos juegos, sino más bien un intento por descubrir qué zonas de la percepción o del alma humana son las que generan aquellas conductas y por qué las mismas desaparecen junto con la infancia. Como en otros de sus trabajos, Tokman vuelve a apelar a los medios más heterodoxos para reunir el material de su película, incluyendo junto al registro tradicional conversaciones por Skype, videollamadas realizadas con celulares, material extraído de YouTube, cámaras subacuáticas o montadas en barriletes, y hasta cámaras ocultas. Cualquier cosa con tal de captar de la mejor forma un recorrido que incluye distintas teorías psicológicas, espiritismo, gente que ya grande dice convivir con presencias que ahora hasta sus hijos creen ver, y el testimonio de especialistas en ciencias improbables como la duendología. Con esas herramientas Buscando a Myu no solo cuenta esa historia, sino que se convierte en una elegía a la pérdida de la inocencia que, por si fuera poco, también pone en escena el derecho a la intimidad de los chicos y cuestiona con delicadeza los límites de la paternidad.

En Foto Estudio Luisita, otro documental, los debutantes Sol Miraglia y Hugo Manso retratan a las octogenarias hermanas Escarria, Rosita, Chela y Luisita, tres colombianas que llegaron a Buenos Aires en 1958 y fueron las responsables del estudio fotográfico que da título a la película. Por él pasaron algunos de los grandes artistas y estrellas de la farándula local durante las décadas de 1960, 1970 e incluso 1980. El relato se centra en Luisita, la fotógrafa, responsable de capturar la belleza, la gracia o el encanto de un panteón que incluye a Atahualpa Yupanqui, Tita Merello, Libertad Lamarque, Luis Sandrini, José Marrone, Moria Casán, Susana Giménez, Alberto Olmedo, Jorge Porcel, Juan Carlos Altavista, Amelita Vargas, un sinfín de vedettes, grupos de música tropical y otras especies cuyas figuras habitaron las marquesinas de la Avenida Corrientes. Pero la película también pinta el vínculo de las Escarria con Miraglia, la directora, a quien las tres mujeres solteronas han adoptado como a la hija que no tienen y con quien comparten la intimidad. Una de las virtudes de Foto Estudio Luisita consiste en exponer el valioso tesoro cultural que representa el archivo de Luisita, y en el mismo movimiento convertirlo en una excusa para retratar con ternura ese universo femenino. La otra es provocar en el espectador el deseo de abrazar a la tímida protagonista, una mujer talentosa y de enorme sonrisa, que en silencio y el apoyo de sus hermanas consiguió convertirse en uno de los secretos más asombrosos de Buenos Aires. Esa capacidad de estimular el lado emocional del espectador merece destacarse.

Tras haber presentado aquí todas sus películas –menos De Caravana, su ópera prima, que se estrenó en la edición de 2010 del Festival de Mar del Plata–, el nuevo film del sanjuanino de nacimiento y cordobés por opción Rosendo Ruíz, Casa propia, confirma su vínculo con el Bafici. Aquí vuelve quedar en evidencia el gran oído del director para captar el sonido de las calles de Córdoba, el habla popular de la ciudad, capacidad que va mucho más allá de lugares comunes como el lenguaje, la tonada o el humor de sus personajes. Por el contrario, todo eso es puesto al servicio de un relato universal que no se detiene frente al límite del localismo. Se trata de la historia de un profesor de escuela secundaria de mediana edad, tironeado por dos extremos que se ocultan detrás de distintas máscaras. El deber ser como hijo de una madre enferma de cáncer y sus ganas de terminar de dar el salto a la vida adulta, o la necesidad de formar una pareja contra la voracidad de un deseo en el que habita la frustración. Un retrato crítico acerca de la crisis y los desafíos de la masculinidad en el siglo XXI. Lejos del espíritu farsesco de su trabajo debut o de los aires experimentales de, por ejemplo, Tres D (2014), Casa propia es un drama expansivo en los que la presión se va acumulando dentro y encima de su protagonista. Por suerte para él, del otro lado de la cámara hay un director que aprieta pero no ahorca, que no se permite el gesto omnipotente de la crueldad, permitiéndole explotar pero sin juzgarlo y que hasta tiene la generosidad de dejarle al final una puerta entreabierta. 

Tras haber presentado hace algunos años un debut extraordinario como Mauro (2014), en el que la ficción se presentaba filtrada por el realismo más descarnado, con el documental Casa del Teatro Hernán Roselli parece recorrer el camino inverso. Usando como eje la figura de Oscar Brizuela, un viejo actor que reside en la casa del título, dedicada a dar cobijo a artistas retirados de escasos recursos, esta vez Roselli consigue hacer que sea el documental el que tome prestadas las herramientas de la ficción. Con ellas va montando un retrato de Brizuela quien, tras ser afectado por un ACV que barrió con buena parte de sus memorias más recientes, contrata a quien parece ser un investigador privado para que encuentre a su hijo Maxi, al que no ve hace demasiados años. En paralelo a este registro directo, Roselli utiliza una vieja película protagonizada por un joven Brizuela para ilustrar el relato entrecortado y a veces confuso de la relación con su hijo, con sus mujeres y algunas de sus experiencias como actor. En ese juego de cruces de relatos y formatos, Casa del Teatro va asumiendo el perfil de una película de intrigas, una de detectives pero incapaz de llegar a los extremos del film noir, porque no hay forma de no sentir ternura por Brizuela y sus compañeros de residencia, abandonados y ya sin los brillos que alguna vez tuvieron. En ese sentido, el trabajo de Roselli es también una elegía. Con ella homenajea a aquellos artistas con quienes el olvido ha sido impiadoso pero que, como las estrellas retratadas por Luisita en el documental de Miraglia y Manso, también se merecen el rescate del cine.