La agenda de John Waters durante los días de visita en Buenos Aires es agitada, por no decir frenética: a la presentación de varias de sus películas más famosas se les suman no una sino dos charlas públicas -una de ellas con una sesión de firmas de sus dos libros publicados en Argentina- y una proyección especial de su amada Fuego, la película dirigida por Armando Bo. Pero quizás la actividad más esperada, que tuvo lugar finalmente en la intimidad de su suite de hotel, fue el encuentro con la protagonista de ese film, Isabel Sarli, “extraordinaria mujer en la historia del cine”, según las palabras del director de Pink Flamingos y Polyester en el catálogo del Bafici. Esa esperada reunión, durante la cual Waters y “la Coca” se conocieron personalmente, tuvo lugar apenas un par de horas antes del encuentro del cineasta con algunos periodistas y la sonrisa en su rostro tiene en parte que ver con ello, según confiesa al recibir a PáginaI12. El resto es simpatía pura, un elemento de su carácter bastante conocido en el mundo del cine y el espectáculo en general.

Vestido con un impecable traje que replica un follaje tropical, su cuidadísima imagen parece chocar de frente con sus legendarios apodos -entre otros el autoproclamado de Príncipe del Vómito- y su afición por el mal gusto como norte estético, pero en realidad todo viene y siempre vino en el mismo paquete: la provocación, la ironía y la inteligencia para conjugar con la ayuda de ambas un universo creativo muy personal y reconocible. “De alguna manera, Mondo Trasho y Multiple Maniacs, mis primeras películas, fueron hechas para horrorizar a los hippies, porque sabía que esa era mi audiencia. Nosotros éramos un poco hippies también. Pero lo que me parece realmente notable -ahora que estoy presentando mis películas y mis libros- es que la audiencia que se acerca a ellas es cada vez más joven, al tiempo que yo me hago más viejo. De eso estoy realmente orgulloso: que la gente joven las siga descubriendo, que sigan saliendo nuevas ediciones en bluray. En algún sentido no han envejecido y eso me pone muy feliz.

Nació en Baltimore, Estados Unidos, en 1946. Sus primeros largometrajes fueron realizados de manera absolutamente independiente a fines de los años 60 y comienzos de los 70, afianzando muy rápidamente su condición de director de culto, algo a lo que muchos aspiran, pero pocos pueden realmente incluir en su curriculum vitae. “Siempre me consideré un autor (risas). A los catorce años ya leía la revista Variety y luego de escaparme a Nueva York comencé a ver las películas de Ingmar Bergman y todos esos títulos recién llegados de Europa. En los Estados Unidos de esos tiempos los films de Bergman eran vendidos como films sexies, porque incluían desnudos. Al mismo tiempo también disfrutaba de las típicas películas de autocine. Siempre fui ambicioso y nada naif, no iba por ahí haciendo películas sin saber qué era lo que estaba ocurriendo. Y tenía más o menos en claro el aspecto del negocio: aprender dónde podía tener mis propias premieres, conseguir el dinero para producir y devolverlo a los inversores.

–Luego de sus películas más provocadoras en los años 70, su carrera dio un ligero giro industrial, aunque nunca dirigió películas realmente mainstream.

–Accidentalmente, Hairspray sí se convirtió en algo mainstream. La versión musical se ha hecho en todas las escuelas de los Estados Unidos. Cuando comenzó a darse ese fenómeno estaba realmente asombrado, nunca imaginé que algo así podía llegar a ocurrir. No fue mi intención hacer una película comercial. Siempre traté de mantenerme en sintonía con la época y eventualmente hice películas como Cry Baby, Serial Mom y Hairspray, que fueran hechas dentro del sistema de Hollywood. Y realmente no es algo que me haya molestado: era la primera vez que me pagaban por hacer una película.

–Tampoco hizo films exploitation en un sentido literal, películas donde el sexo y/o la violencia son el gancho comercial primordial.

–Estoy de acuerdo. Lo que hacía era parodiar las películas de explotación típicas. Al mismo tiempo siempre intentaba que mis películas fueran exhibidas en cadenas dedicadas a ese tipo de cine, pero eso nunca funcionó, porque ellos sabían que me estaba riendo de todo eso. Mucho más tarde, las exloitation movies fueron redescubiertas por los hípsters, los “cultistas del cine”, pero esa mirada no revela realmente las razones por las cuales esas películas habían sido populares en su tiempo. Ahora las miramos y nos maravillamos de una manera irónica: que mala que es tal película o cuán políticamente incorrecta es aquella otra. En aquellos tiempos eran exitosas gracias a la audiencia de clase trabajadora. Vamos, se hacían la paja en el cine o gritaban del susto. No se estaban riendo de lo que veían, eso nunca pasaba. Justamente por esa razón creo que las películas de Russ Meyer dejaron de ser tan buenas cuando comenzaron a tener buenas reseñas críticas, precisamente porque empezaron a estar dirigidas hacia ese público intelectual. Mi audiencia siempre fueron minorías que ni siquiera podían calzar bien dentro de sus propias minorías.

–Resulta curioso: el director y los programadores del Bafici intentaron traer a la Argentina a Russ Meyer en la primera edición, hace 19 años. Y ahora Ud. está aquí hablando de él.

–La primera vez que viajé a Europa fue al Festival de Cine de Rotterdam y los otros invitados eran Russ Meyer y Nico. Ella estaba allí por un film de Philippe Garrel y también es increíble que ahora él esté aquí en el Bafici. Soy un gran fan de su obra, especialmente de aquellas películas. Volviendo a Russ, fue en aquella época que su obra comenzó a recibir una atención intelectual, pero realmente eso no le interesaba, al menos al principio. Porque Russ Meyer hacía películas para hacer plata.

–Su última película, Adictos al sexo, fue estrenada hace catorce años, pero en este tiempo se ha dedicado a escribir libros y a producir shows con sus monólogos. ¿Qué condiciones deberían darse para que realice otra película?

–Estoy más ocupado que nunca. Tuve tres proyectos en desarrollo por los cuales me pagaron, entre ellos una secuela de Hairspray para HBO, una película de Navidad para chicos llamada Fruitcake y un show televisivo también basado en Hairspray. Así que todavía estoy activo en ese sentido y voy y hago pitchings de películas. Pero el mundo del cine independiente que alguna vez conocí ya no existe. Hice diecisiete films y si me dijeran que puedo hacer una película por dos millones de dólares lo haría mañana mismo. Pero no se puede. Uno no puede ir y decir “¿Harías esta película conmigo trabajando gratis?”. Es imposible. Además, ellos quieren estrellas de cine, música y todo eso que cuesta mucha plata. No puedo volver atrás y tampoco lo deseo. No puedo ser un cineasta radical underground a los 72 años. El negocio ha cambiado y no hay mucho que hacer al respecto. Siempre supe, desde un principio, que yo era un escritor. Sólo hice películas escritas por mí y ahora estoy haciendo mi show de monólogos. Es lo que siempre hice, contar historias, y tomo el camino que se me pone por delante. ¿Quién sabe qué ocurrirá? Todavía me están pagando por escribir guiones, el tema es que no hacen las películas.

–El uso de la música popular en sus películas siempre fue notable.

–Esa es la razón por la cual algunas de mis primeras películas no se estrenaron en su momento: no sabía que había que pagar por usar música. Pero eventualmente terminamos pagando y, por ejemplo, en Pink Flamingos y Female Trouble eso costó literalmente una fortuna. Siempre les digo a los directores jóvenes que no pongan un tema de The Beatles en la banda de sonido, porque después te toca estar en un festival de cine, alguien se ofrece a comprar tu película y ellos no saben que no pagaste por el uso de ese tema. El costo por los derechos de la música en Pink Flamingos costó medio millón de dólares, por una película cuyo costo total había sido 10.000 dólares. Pero la música siempre fue importante, la música es el narrador. No me gusta la narración en el cine, usualmente significa que la trama y el montaje no funcionan. De alguna manera, los temas musicales, con sus respectivas letras, cuentan la historia a medida que transcurre. Creo que el primero que hizo algo así fue Kenneth Anger, la idea del uso irónico de la música popular.

–¿Cómo fue el encuentro con Isabel Sarli?

–Fue maravilloso. Y ella se ve exactamente como me imaginaba que se vería. Todavía es Isabel Sarli, un poco más grande pero igual de glamorosa. Esas películas eran muy importantes para mí y cuando las veía con Divine (N. de la R.: la estrella trans de varios de sus títulos más famosos) solía decirle “qué bueno que es tener una película claramente heterosexual que la gente gay puede disfrutar”. Porque es un universo totalmente heterosexual. Lo más sencillo es decir que Armando Bo es el Russ Meyer argentino, pero Meyer nunca usó a una misma estrella película tras película. Repitió algunas figuras como Erica Gavin, pero no es lo mismo. Hoy le pregunté a Sarli si alguna vez le había dicho que no a Armando. Y me respondió que no, que él era su maestro. Usó esas palabras. De alguna forma eso es tan políticamente incorrecto que resulta fascinante. Pero es lo mismo que hablábamos antes: cuando esas películas se estrenaron originalmente no estaban pensadas para ser irónicas, eran films sexies para hombres hetero. Es muy loco que el público gay las haya celebrado, incluso teniendo en cuenta que algunas cosas que se ven son “homosexualmente incorrectas”. Ella tuvo ofertas a lo largo de su carrera, pero nunca aceptó trabajar con otros directores. Ella formaba parte de un culto: el culto de Armando Bo. Es como Josef von Sternberg y Marlene Dietrich.