La tremenda historia del exterminio de los judíos europeos entre 1941 y 1945 no logró nunca devorar las minoritarias pero aun así enormes historias de heroísmo. De todas ellas, una tiene lugar en el calendario de homenajes: el 19 de abril. Este día, en 1943, comenzó la insurrección general en el Gueto de Varsovia que se prolongaría varias semanas. La maquinaria de la matanza estaba en su apogeo y solo la derrota militar nazi podía frenarla.

Desconcierto, falta de articulación, imposibilidad de entendimiento de lo que se había decidido sobre ellos, un exterminio total único en la historia en su planificación y ejecución moderna, fueron factores contundentes para entender por qué población civil, desprovista de Estado, ejército y preparación, fue asesinada tan fácilmente por una fuerza multiestatal que contó con medios únicos de llevar esto a cabo: medios técnicos, medios militares, la inestimable ayuda de colaboraciones locales y la indiferencia de los estados en guerra con Alemania.

Primo Levi, sobreviviente italiano de Auschwitz, seguramente el narrador más genial y descarnado de lo que fue vivir, convivir (o “conmorir” como dirían algunos de nuestros sobrevivientes de los CCD de la última dictadura) en el más grande de los campos de exterminio, decía que hasta en Auswichtz había posibilidades. Hubo resistencia en esa tremenda cinta transportadora de exterminio y de trabajo esclavo para las corporaciones alemanas. Resistencia épica, sobre el final y que no logró frenar el exterminio. Aun así con un impacto simbólico para la historia y para los que la encarnaron, que lograron cumplir su decisión de no entrar caminando a la cámara de gas, como un límite infranqueable.

Hubo resistencias en casi todos los campos y guetos, con distintas dimensiones y suertes. En su gran mayoría abortadas casi al comienzo. Sin duda hay una extraordinaria y asombrosamente invisibilizada en la historiografía del exterminio y la resistencia: la rebelión en uno de los seis dispositivos exterminadores de los nazis en la Polonia ocupada: Sobibor 

En octubre de 1943, meses después de la rendición nazi en Stalingrado, un grupo de 600 prisioneros judíos de trabajo y prisioneros de guerra soviéticos planificaron y ejecutaron exitosamente una rebelión que logró que Himmler ordenara cerrar y destruir el campo que se quedó sin prisioneros. Trescientos combatientes ignorados por las historiografías del establishement –que derraman lágrimas por los muertos siempre que no porten armas– sobrevivieron después de la guerra. 

El jefe de la rebelión, Sasha Pechersky, oficial judío y soviético, graduado en música y literatura, no se exilió del comunismo después de la guerra. Vivió como maestro en la ex Unión Soviética y murió de viejo en 1990. Quizás esta decisión de vida le valió la indiferencia casi absoluta de los historiadores occidentales más preocupados por los usos políticos de la historia en la lucha contra el comunismo, que por cumplir con su obligación de devolver la vida a nuestros héroes, héroes de toda la humanidad.

Sacha y otros 600 mujeres y hombres absolutamente comunes lograron terminar con el horror de Sobibor.

El 19 de abril, elegido como el día de la resistencia judía al nazismo, estalló en 1943 una rebelión extraordinaria. Podemos decir que fue la más grande de una cantidad de miles de resistencias o podemos iconizarla como la única. Cerrarla sobre sí misma mandándola al cajón de la excepcionalidad histórica, que se reivindica siempre que no irrumpa su espíritu de rebelión en ninguna de sus formas en el presente.

Durante varias semanas, jóvenes militantes comunistas, bundistas y sionistas, que tenían poco más de 20 años, condujeron el levantamiento de los últimos 70.000 habitantes de un gueto en el que habían habitado un año y medio antes, medio millón de personas. La gran mayoría ya había sido asesinada en Treblinka o muerto por las tremendas condiciones de vida en el gueto.

Mas allá de las historias de osadía conocidas, de la desproporción del combate, de las comunicaciones por las cloacas, de los intentos por establecer redes en la población polaca por fuera del gueto, hubo en esos días cuestiones con menos impacto pero que merecen ser contadas: discusiones sobre si pelear en el gueto junto al pueblo o escaparse para pelear en el bosque, la decisión de limar diferencias entre tan diversos militantes políticos que lograron que toda o casi toda la población del gueto de entonces participara de alguna manera de la rebelión, la decisión de enfrentar al “judenrath”, gobierno judío del gueto, que en su gran mayoría colaboraba abiertamente con los nazis, y la lectura que muchos de ellos hicieron esos días de un libro emblemático sobre el genocidio armenio, “Los 40 días de Musa Dagh”, rompiendo ellos mismos, desde los escombros y sin siquiera suponerlo, la tremenda estrategia historiográfica posterior de construir la unicidad de la historia del exterminio judío para hacerlo único e incomparable. No como forma de establecer las particularidades únicas, que sí las tuvo, sino para arrancarlo de la historia humana, inmunizarlo de cualquier crítica a la civilización occidental y recluir al exterminio en una zanja que vaya desde la locura de Hitler, el racismo y antisemitismo alemán a la particularidad y excepcionalidad de pueblo judío.

Ellos en esa lectura tal vez buscaban lazos en la historia humana reciente, de la que se sentían y eran parte, para comprender lo que les sucedía. Veían en ese genocidio de menos de 30 años atrás el antecedente de lo que estaban viviendo, que no lo podían ponderar pero sí entender a grandes rasgos. 

Ellos, como muchas de las víctimas de guetos y campos, tuvieron una palabra para mencionar la matanza. No era holocausto, como acuñó la historiografía anglosajona usando el acervo de la teología, que sólo contribuye a quitar la historia humana de la historia del exterminio. No fue “Shoa” (catástrofe) como lo nombró el Estado de Israel, con una palabra en Hebreo que se impone gracias al exterminio cultural de la lengua de las víctimas, que no era el hebreo ni el inglés sino el idish. Muchas de las víctimas en esos tremendos y rápidos poco más de 40 meses en el que duró todo, lo nombraron de otra manera: Jurbn, una palabra en idish que es la secularización de un término del hebreo antiguo que remite a la destrucción del templo en tiempos de los romanos. Jurbn, la palabra con que muchas de las víctimas y héroes nombraban la tragedia, quedó en los escombros. 

El haber puesto en vilo a los nazis en Varsovia durante semanas, el que hayan tenido que destruir casa por casa por meses para terminar con los últimos resistentes, hizo que este tremendo acontecimiento fuera inocultable. Luego la historiografía del establishment mundial hizo lo suyo, pintó, decoloró y transformó a su imagen y semejanza.

* Docente e investigador (Facultad de Ciencias Sociales UBA).