Una periodista de la CNN entrevistó a un hombre que iba al Muro de los Lamentos desde hacía 60 años todos los días a rezar. “¿Por qué lo hace?”, le preguntó. “Vengo todos los días y me paro aquí para tratar de hablar con Dios y pedirle que se terminen todas las guerras entre judíos, musulmanes y cristianos, así nuestros hijos quizás puedan vivir un poco mejor que nosotros”. La periodista le consultó, entonces, cómo le iba yendo con eso. El hombre la miró y le dijo “La verdad, siento que le estoy hablando a una pared”. Cuenta Goran Bregovic que esa anécdota inspiró su último álbum. En Three Letters From Sarajevo, el artista ensaya una solución, un pedido de cordura, una (nueva) reivindicación ecuménica a través del arte. Para él, la música es ese lenguaje universal en el que queda inscripta cada cultura. Un lenguaje a través del cual es posible comunicarse a la vez que definirse, sin necesidad de usar palabras. Three Letters From Sarajevo es su disco más pop, resultado inevitable del trabajo en conjunto con artistas como la española Bebe o los jóvenes israelíes Riff Cohen y Asaf Avidan, pero también el primero en el que se pone serio y se aparta (unos momentitos, nomás) del acostumbrado undza undza undza y elige materializar esas tres cartas en forma de piezas instrumentales para violín. Con Three Letters... fresquito bajo el brazo es que llegó nuevamente a la Argentina. El jueves por la noche, el Teatro Ópera tuvo su dosis de fiesta balcánica de la mano del amigo Goran: dos horas de un concierto en el que la premisa principal fue olvidar las diferencias. Y bailar.

Acompañado por su “orquesta para bodas y funerales” en una versión “ajustada” (dos trombones, dos trompetas, saxo / clarinete, un cantante / percusionista y las inefables búlgaras, todos apoyados sobre bases rítmicas grabadas), Bregovic se apostó en su asiento en el centro del escenario y desde allí capitaneó el festejo. Con la picardía de esos tíos borrachines que se van poniendo un poquito y otro poquito más alegres en el transcurso de la velada, el músico arengó sin prisa pero sin pausa a través de un setlist de veinte temas (¡más bises!) en el que no faltó nada.

La primera parte del concierto estuvo dedicada a visitar Three Letters.... Era difícil imaginar cómo quedarían las canciones, que habían sido compuestas a imagen y semejanza de los artistas invitados en el disco, en voces que no fueran las propias. Bregovic se las ingenió para mezclar y dar de nuevo musicalmente, aunque con resultados dispares: en las dulces voces de las coristas búlgaras, por ejemplo, la versión de “Vino tinto”, originalmente interpretada por Bebe, descolocó por lo inesperado, y a la vez sonó despopizada, con una contundencia diferente, producto de haber sido pasada por el tamiz balcánico. Mención aparte para la maravillosa imagen de las dos señoras risueñas, vestidas en trajes típicos, cantando aquello de “Este cuerpo de mujer necesita que le den”. 

“Es obvio que Dios no tiene en sus planes enseñarnos a vivir juntos: es algo que vamos a tener que aprender solos. Es un privilegio de los artistas, el de poder imaginar soluciones a través de la música. Por eso, quiero compartirlo con ustedes”, intervino Bregovic antes de arrancar “Duj Duj”. A la altura de “SOS”, el público ya había olvidado cómo era eso de estar quietos: la fiesta se había trasladado a la platea y el único que parecía saber cómo celebrar sin bailar (o bailar sentado) era el bosnio, que se debatía entre su postura de director de orquesta y la de persona en situación de festejo, algo entrada en copas. 

Pasaron “Pero” y “Mazel Tov”, nuevamente en las voces búlgaras. Pero aquí, la candidez de las cantantes jugó en contra de la energía de las canciones que en las versiones de Bebe y Riff Cohen cuentan con una furia que, al no aparecer, las volvió desdibujadas. Algo parecido pasó con “Baila Leila”, uno de los puntos más altos de Three Letters..., interpretado originalmente por el punkiepop israelí Asaf Avidan: la ausencia de su registro de contralto andrógino y casi robótico no estuvo aquí resuelta, y el tema perdió picantez, aunque ganó grosor en la ejecución de los vientos.

Entonces, llegó el momento de pasar a los clásicos y de dejar las sutilezas de lado con “Gas gas”, ese apoteósico despiplume de vigor balcánico con estribillo de cancha, seguida de la sugerente “Ringe ringe raja (Ya ya)” y, un par de temas más allá, la danza alternativamente enloquecedora y cadente de “Mesecina”, también de la banda de sonido de Underground. “Por favor, no lo hagan, les voy a contar una historia. Si quieren, pueden cantar conmigo”, pidió tiernamente a unos entusiastas que hacían palmas en las primeras filas, al comienzo de “In the Death Car”, último tema de la lista principal.

Quedó para los bises la esperada “Bella Ciao”, que el músico tuvo la premonitoria idea de versionar cinco años antes de que se volviera un himno posmoderno de abonado a Netflix y La casa de papel, justito después de que el público tuviera su momento de bamboleo de caderas con “Cajesukarije Cocek”. “Cuando suene la fanfarria, ustedes griten ‘¡A la carga!’”, indicó Bregovic antes de comenzar “Kalashnikov”. Y con ella, el pogo contenido por esas butacas que ya habían perdido razón de ser hacía como diez temas, los vientos, las voces, los tambores, los brazos en alto, el paroxismo y la embriagadora sensación de volverse locos, aunque sea durante el ratito que dura una canción.