La actualidad es un artefacto con el que los medios hacen, tantas veces, de su propio régimen discursivo variaciones de la verdad bajo las reglas del género ficción. Narraciones calientes de hechos-no hechos, trascendidos que se chequean y luego se desmienten, pero se reproducen hasta tomar consistencia de cosa real en el Nuevo Testamento de la Virtualidad (desde los diarios, la televisión y los portales digitales estamos sujetos a una estructura bíblica momentánea y diferida en la que decidimos, por un instante, creer que creemos). Hasta que de pronto son superadas por la difusión de una nueva verdad-ficción y desaparecen en el vórtice de los foros, una comunidad fantasmal construida en el interior de la máquina. Maldigo ese apéndice monstruoso donde se descentra y se despacha el comentarismo insolidario y fascista medio pelo, bajo el texto y el pretexto de las noticias digitales. 

Estos últimos días, los ideólogos del artefacto “actualidad argentina versión 2018” vienen apuntando subrepticiamente contra las leyes inclusivas que logró el colectivo trans durante el gobierno anterior. Vamos, que una no es tonta. Sin mencionarlo específicamente, a través de la divulgación de “El caso del funcionario Sergio-Sergia de Afip Salta, que se hizo mujer para jubilarse antes” o de “El caso de un empleado del Banco Central que cambió de sexo y amenazó con una masacre a los compañeros porque quedó disconforme con la cirugía” pretenden -creo- vendernos gato por liebre, lo eventual por lo actual, lo excepcional por la hipótesis tácita de que toda aspirante a la reasignación de sexo debe contar con el dictatum de la maquinaria psiquiátrica. Es decir, que la ley de Identidad de Género, con su intrínseco vanguardismo, llevaría en sí el peligro del extremismo conceptual y de la trampa. 

De esta manera, el público que ignora los debates teóricos sobre identidad de género -la mayoría- o el disconforme con que se haya autorizado “así como así” la reasignación de sexo, por autoritarismo o por estupidez, considerará que por fin existe “el ejemplo” que viene a darles la razón en cuanto a que las personas trans deben ser objeto de patologización, y que bajo el gobierno de Cristina se promulgaron aventuras jurídicas por puro populismo lgtbi desenfrenado. Los detractores de Sergio-Sergia creerán haber descubierto que cualquier hombre audaz que se acerca a los 60 años puede argüir que se autopercibe como mujer, irse lo más campante a un registro civil a modificar mañosamente las partidas, y acceder bajo una estafa incomprobable al beneficio jubilatorio a la misma edad que las mujeres. Incluso, si es realmente un aventurero con agallas, hormonarse, ponerse tetas y, conseguida la jubilación, restituirse el cuerpo originario. Todo un vivillo de la anomia que pone al Estado a sus pies. Tratándose de la idiosincracia tránsfuga del argentino medio, “uno que la supo hacer”.    

Pero lo más indignante es que apenas una semana después de que trascendiera la información del hipotético vivillo, en esa dinámica de aturdimiento del cerebro ya atropellado del noticiófago, venimos a enterarnos de que la funcionaria salteña Sergia Lazarovich transitaba desde ya hacía unos años el proceso de reasignación y que... nunca había presentado el reclamo del beneficio jubilatorio. Algún comentarista despierto expresó que los productores de noticias lo habían tomado de boludo y trataba de convencer al resto, que desde los propios excrementos de su subjetividad, hacía como si la rectificación de los medios no hubiese existido.   

Es que en el intento de deslegitimar las leyes inclusivas de reciente data, la trastienda ideológica de la noticia cumple, consciente o no, con el programa de formateo de la subjetividad propia del capitalismo tardío. Una sociedad de individualistas y narcisistas, insolidarios y autoexplotados bajo la forma de mérito y rendimiento, donde el que necesita del Estado protector será visto como un aprovechador presupuestario. Para el éxito definitivo de este proyecto de precarización generalizada, hay que barrer la dimensión ética de lo colectivo, desprestigiar las formas solidarias de relacionarse con la alteridad, quitarle el cuerpo a las luchas emancipatorias, y, peor aún, como nos recuerda Judith Butler, a una ética de la convivencia y la dependencia mutua que precede al concepto mismo de contrato social, del que tanto habla el republicanismo liberal mientras, en el gobierno, deja afuera a millones.

El otro día observé con bronca el cansancio moral del hermano de Santiago Maldonado, prototipo éste del joven comprometido con la causa de un pueblo marginalizado, a quien los operadores de la actualidad atribuían haber recibido una suma millonaria de parte del Estado, sin decir en concepto de qué. Tuvo él que aclarar que fue, justamente, el propio Estado el que lo citó innumerables veces a lejanos juzgados, y de ese modo se vio obligado a abandonar el trabajo, la cotidianeidad, a presentar abogada y hacer el duelo por el hermano después de meses de desaparecido, descubierto malamente en un arroyo, ahogado en ocasión de las cargas de Gendarmería contra mapuches. Como escribí más arriba, suelo maldecir al leer a los foristas, reducidos a nómadas aislados en su computadora, como ese que escribió “la desaparición forzada de Santiago no fue tal, el boludo ese se autodesapareció, porque no aprendió a nadar, quiso cruzar el río, y su ‘hermano mapuche’ lo abandonó como forro usado”. Oculto en la interfaz, emula el salvajismo tribal de esos muchachitos que se atreven al más allá de la pantalla y, como con Sofía del Valle, trabajadora lesbiana de FM La Tribu, atacan una y otra vez los cuerpos en minoría, abrumados ya por la cultura mayoritaria.   

Mapuche y trans, pueblo y colectivo de cuerpos castigados por el Estado y bendecidos por el Eros de la conciencia política, seres descartables pero en lucha apasionada, forros sacrificiales reconfigurados en rebelión permanente, que exigen para sí una vida vivible.