“Un bailarín de malambo se prepara durante toda una vida para el campeonato. Si alcanza la victoria será su fin. El vencedor ya no puede competir y debe retirarse. Podrá entrenar a otros que intenten el mismo desafío. Esta es una ficción sobre la vivencia de algunos malambistas”, se lee en la placa de inicio de Malambo, el hombre bueno. La frase entrega un par de elementos fundamentales para lo que está por venir. El primero es que la regla sagrada de este baile folklórico –llegado a la Argentina desde Perú, según los expertos– impone a los ganadores de competencias la obligación de abandonar las pistas una vez coronados. De allí que los malambistas convivan con la certeza de la gloria no como el principio del fin, sino como la consumación definitiva de una carrera: el triunfo es un punto de no retorno donde el éxito y la aniquilación suceden en el mismo instante. La segunda es que el polifacético dramaturgo, guionista, director y escritor Santiago Loza convertirá esa ambivalencia en el motor invisible de un relato en el que, como acostumbra el responsable de Extraño, Los labios y La Paz, lo real y lo ficticio conviven en un mismo plano. 

Estrenado en el último Festival de Berlín y programado fuera de competencia en el último Bafici, Malambo podría leerse como una fábula de superación deportiva en clave ensayística. Una que va de los apuntes personales de Loza en voz en off a la clásica secuencia de montaje de entrenamiento no sin antes puntear las cuerdas del drama familiar y hasta la comedia romántica. Una en la que el protagonista, como suele ocurrir en estos casos, usa la pasión como combustible, pelea menos contra otros que contra sí mismo e intenta alcanzar un equilibrio entre sus deseos y las posibilidades concretas de materializarlos. El encargado de atravesar ese arco es Gaspar (el malambista Gaspar Jofre), a quien la película encuentra con un físico agotado incluso años después de haberse alejado del baile. Entre tratamientos y natación para combatir la hernia que lo aqueja se da un cruce casual con el rival que en su momento lo venció en una competencia. Esa es la señal que el hombre bueno del título necesita para desoír definitivamente los consejos médicos y regresar al arte del zapateo y la contorsión de las piernas con miras a una revancha en un torneo en Cosquín. No contra su némesis, claro, que ya no baila sino que, como todos los ex campeones, enseña. 

Si Gaspar tiene un profesor y también enseña es porque de enseñar habla Malambo. No, hablar no, puesto que aquí, al menos en lo referente a la transmisión de conocimientos, se habla poco y nada. Retratar es mejor y más acorde a un film que hace de la pedagogía un acto práctico y corporal, de puro movimiento y vértigo físico. Loza es de esos directores cultores del plano fijo que filma –en este caso en un ascético blanco y negro– a la distancia justa para invisiblizarse detrás de lo que muestra, permitiendo que la danza dialogue con el espacio ( la escena del galpón) y despliegue una belleza auténtica y poderosa. Una belleza tan real y magnética que por momentos absorbe las situaciones ficticias que la rodean. Hay, por ejemplo, una abuela moribunda y un posible interés amoroso encarnado en la masajista que funcionan muy bien para que el espectador comprenda un poco mejor a Gaspar y empatice con él, pero se diluyen a medida que se acerca el gran duelo final. Distinto es el caso del compañero de cuarto obeso, un personaje simpatiquísimo capaz de marcar el ritmo de la música golpeándose la panza, interpretado por el actor Nubecita Vargas. Un roommate que habla lo justo y necesario, lo mismo que una película que hace de la economía de palabras y el movimiento sus armas más nobles.