Blas nació en 1953 en Paraguay, en una zona “caliente” dedicada a la caña de azúcar, Tebicuarymi, donde algunos campesinos, como su padre, luchaban contra el dictador Stroessner. Un Paraguay que poco tenía que ver con la potencia sudamericana (con trenes, telégrafos, astilleros, fábricas, y sin deuda externa) que la Guerra de la Triple Alianza (1865-1870) se encargó de destruir. En el año 1960 los enfrentamientos contra las fuerzas estatales obligaron a la familia de Blas al exilio en Argentina,  cuando él contaba con 6 años. Uno de esos exilios en donde se pierde el alma y, por si fuera poco, todos los bienes materiales. A los nueve años aparece en la historia un tío paterno, vinculado al Partido Comunista, y le propone al padre de Blas una beca de estudio para su hijo, en la Unión Soviética. Un programa de formación de profesionales que la URSS brindaba a países en vías de desarrollo y por el que pasaron en dos décadas (1960/70) una centena de becados solo en Argentina. La situación era tan precaria para la familia que el padre acepto sin pestañear. Sin mostrar ni un signo del desgarro interno que sintió. En el mes de octubre de 1967, cuando tenía 13 años de edad, partió a la Unión Soviética. Era su primer viaje en avión. Salir del país con tal destino, en épocas de un gobierno militar, no era simple y se tomaron muchas precauciones. Se actuó en secreto. La embajada de la URSS se encargó de todos los papeles y lo envió, con un tío inventado, primero a Montevideo y luego a Lisboa y Paris. La llegada al aeropuerto de Sheremétievo en Moscú fue de noche, no había nadie esperándolo, y la recuerda como una “odisea” porque además no entendía una palabra de ruso. Blas era el más joven de todos los estudiantes del programa, que incluía alumnos provenientes de Angola, Colombia y Brasil. Dos días después Blas estaba estudiando sus primeras lecciones de ruso en una Escuela Técnica Vocacional, cuya directora a la vez trabajaba en el Comité Central del PCUS (Partido Comunista de la Unión Soviética). Eran tratados de una manera cuidadosa y hasta privilegiada. En octubre empezó a nevar, así es que fueron llevados a las tiendas GUM (“Principales Tiendas Universales”), un polirubro soviético gigante, que linda con la Plaza Roja, al que acudían ciudadanos de todas las repúblicas. Hoy las tiendas GUM son un centro comercial que aloja las grandes marcas. Con los 300 rublos asignados se compró  la ropa de abrigo necesaria para afrontar el invierno. Los “chicos mimados” de la directora también tenían pasajes para todos los medios de transporte públicos y hasta les organizaban salidas a teatros y cines. En noviembre de ese mismo año (1967) se celebró el 50 aniversario de la Revolución y fueron llevados a un concierto en el Kremlin, con “leyendas vivas de la revolución” como Budioni y Varashilov. 

Durante el primer año, el estudio del ruso ocupó la totalidad del tiempo. Ocho horas de clase por día, “era aprender o aprender” recuerda Blas. La distancia, el país exótico, un habla ajena, la adolescencia lejos de toda su familia, provocó en él una tristeza  profunda, pero que nunca llegó a ahogar su deseo de ser alguien, de dejar la pobreza y la vida nómade. Así pensaba a sus trece años. Durante el tiempo que vivió en la URSS jamás habló con su familia por teléfono ni intercambiaron cartas. A los 14 años ingresó en la  Escuela de Mecánica en Rostov del Don. Luego, gracias a sus calificaciones, fue invitado a estudiar en la universidad, en el Instituto Superior de Transporte y Carretera, en la ciudad de Kharkov, donde obtuvo en 1978, con 26 años, el titulo de “Ingeniero mecánico”, con una defensa de su tesis, 5/5. En su tiempo libre conoció los mares Caspio, Negro, Azov, y participó de las brigadas estudiantiles que trabajaban la tierra y exploraban terrenos vírgenes en la República de Kazajistan. Se hizo hincha del Dinamo de Kiev. Es posible que haya conocido la Unión Soviética mucho mejor que muchos soviéticos. Pese a los pedidos de profesores y amigos para que continuara su vida allí, Blas decidió volver a la Argentina a reencontrarse con sus padres, pero en plena dictadura militar la vuelta era aún más peligrosa que la salida. El niño devenido en adulto de alguna manera renunció a una vida profesional y académica garantizada en Moscú. El plan consistió en volver desde Moscú a Roma, luego a Madrid, y finalmente a Buenos Aires. Como en una película de espías se debió desprender de todos los artículos soviéticos que tenía. No podía pasar la frontera con elementos que indicaran su procedencia. Fue a tiendas específicas en Moscú para comprar “ropa normal”, es decir, occidental. En el mes de mayo de 1980 arribó a Ezeiza, después de casi quince años en la URSS. Tomó un remís a un hotel del centro porteño “para despistar”, donde se alojó tres días y ejerció el rol de turista en Buenos Aires, y hasta fue a ver jugar a Maradona en la cancha de Argentinos Juniors. Pocos días después fue en busca de la casa de sus padres en Morón, y luego de algunas horas de búsqueda (había olvidado la dirección exacta) fue recibido en la puerta de calle por su hermana, quien al verlo le preguntó: ¿Vos quién sos? Y lo dejó esperando en la calle un buen rato hasta la llegada de sus padres. La familia tardó horas en asimilar que el niño de la familia había vuelto a casa, trece años después. Blas se dedicó por esos años a realizar junto con su padre trabajos de pintor, albañil y carpintería. Se manejó con el documento de identidad de su infancia y el título soviético ni siquiera podía ser exhibido. Fue recién en 1983, con el retorno de la democracia que intentó revalidar los títulos obtenidos en la URSS, pero tras un sinfín de trámites, tan injustos como burocráticos, nunca lo logró. Imposibilitado de ejercer su profesión en 1984 comenzó a trabajar en la biblioteca de Sarcu (Sociedad Argentina de Relaciones Culturales con la Unión Soviética). A los pocos meses ya se dedicaba a dar clases, hacer traducciones y oficiar de guía para personalidades que visitaban nuestro país.  Blas fue el primer egresado de una universidad soviética que enseñó el idioma ruso en Buenos Aires. Desde 1985 hasta la actualidad, Blas se ha dedicado a la docencia del idioma ruso. Enseña con una gran pasión que contagia a sus alumnos de La casa de Rusia (la continuación de Sarcus), a los del colegio Lenguas Vivas, y a los de numerosas escuelas. Blas es un personaje muy conocido y querido en el mundo de los estudiantes de ruso, es algo así como una materia troncal, anual y correlativa en el imaginario de los estudiantes de la lengua eslava. El investigador ruso Evgueni Lushev en su libro “La diáspora rusa en la Argentina” (2007) sitúa a Blas como un ejemplo paradigmático de los niños extranjeros formados en la Unión Soviética. En una época de fusiones, es una curiosa mezcla de la potencia guaraní y el espíritu ruso.  En su legado de alumnos se encuentra el profesor Omar Lobos, traductor de Dostoievski al castellano (Crimen y castigo y Los hermanos Karamazov, Edit. Colihue). Blas solo necesita un pizarrón para que el alumno se sumerja en la vida moscovita, en la música de los textos de Pushkin, o en la profundidad del lago Baikal. Desde los 13 años pasó sus tardes en la Plaza Roja, se hundió en esa nieve, visitó iglesias, conoció el amor, la amistad y se hizo un hombre. Para Blas “el idioma es el alma del pueblo”, y él conoce maravillosamente bien esa alma. Blas es un tipo común, con una vida digna de homenaje.