Laura y Pablo viajan en micro desde Buenos Aires a Villa Gesell. La intención es descansar unos días frente a la playa, en uno de esos típicos departamentos de un típico edificio costero bautizado (obra cumbre de las pretensiones) con el nombre de Las Vegas. Laura (Pilar Gamboa) tiene 36 años; Pablo (Valentín Oliva), 18. Laura es la madre de Pablo, una mamá joven, que aparenta menos, como le gusta decir a quien quiera escucharla. Y ese piso con vista directa al mar tiene su historia: allí, cuando era apenas un bebé de ocho meses, Laura conoció a Martín (Santiago Gobernori), su futuro marido y padre de su hijo. “La vi gateando y me la chapé”, dirá más tarde Martín durante un asado tan amable como incómodo, al tiempo que su nueva novia, una chica colombiana al menos una década más joven, permuta su mirada atónita por una sonrisa desencajada. 

Como en muchas comedias de rematrimonio a lo largo de la historia del cine –que eso es, en el fondo, la nueva película del realizador Juan Villegas: una comedia donde los antiguos miembros de una pareja vuelven a encontrarse frente a frente, simplificando un poco la descripción del teórico Stanley Cavell–, en Las Vegas las casualidades son el disparador del humor y de varios cambios en las vidas de los personajes. Al menos una o dos casualidades: Martín se tomó vacaciones durante las mismas fechas que Laura y Pablo y, casualmente, terminó instalándose con su novia en el piso de abajo del mismo complejo de departamentos. ¿O acaso estaba buscando inconscientemente algo más, tal vez eso que se perdió y que ya no parece tener posibilidades de ser encontrado? Acaso Laura también haya regresado a ese lugar con una misión secreta, de la cual ni siquiera conoce su existencia y mucho menos los detalles. Súmese a la ecuación a un quinto personaje, una muchacha de la zona que está dando sus primeros pasos como guardavidas (Camila Fabbri), para encontrar todos los términos despejados y una serie de incógnitas sin resolver. 

El regreso de Villegas al cine de ficción luego de casi una década (Ocio, codirigida junto a Alejandro Lingenti, fue estrenada en 2010) lo encuentra deslizándose sobre las superficies de la comedia franca, un territorio que ya estaba agazapado en su ópera prima, Sábado (2001), pero que aquí termina siendo amo y señor. El “choco poco” que se mencionaba risueñamente en aquel título fundacional del Nuevo Cine Argentino quedaba opacado por la sensación agridulce reflejada por la angustia de los personajes, mientras que aquí –a pesar de algún dolor personal y una serie de cicatrices emocionales a las que les cuesta sanar– el triunfo de lo luminoso amenaza ya desde la primera escena, cuando Laura le revolea una piedra al micro que acaba de dejarla plantada y hace estallar su luneta trasera, justo delante de la mujer policía a la que acaba de pedirle ayuda. El primero en una serie de pequeños desastres físicos que la tienen como protagonista y principal promotora. “Rompo mucho”, podría ser el lema personal de Laura, tal vez la consagración definitiva como comediante de la versátil Gamboa, quien ya había demostrado hace algunos meses su habilidad para construir personajes graciosamente “complicados” en El futuro que viene, de la realizadora Constanza Novick.

Para Juan Villegas, Las Vegas –que se estrena comercialmente el jueves 17 de mayo, luego de participar del 20° Bafici como película de apertura–, es un proyecto que echa sus raíces en el pasado remoto y tiene como protagonista inmóvil al mismo departamento que puede verse en la pantalla. “Hace poco me acordé de algo: la primera versión del guion de Sábado transcurría en Villa Gesell. Por alguna razón, Sábado terminó transcurriendo en Buenos Aires. La idea está presente desde hace muchísimo tiempo, quizás desde antes de que empezara a estudiar cine. Cuando era adolescente usaba una cámara de video hogareño de mi vieja y con un amigo filmábamos cosas en ese departamento, el mismo que se ve en Las Vegas. Es el lugar donde veraneé muchos años, de chico y de adolescente, y los recuerdo como meses muy intensos: teníamos tiempo libre y todo el tiempo descubríamos cosas nuevas. Es una época de la vida que recuerdo y de ahí surge un poco la idea, supongo. En algún momento, hace unos años, sentí que quería retomar esa historia y la idea de filmar en la costa, y así fue como la película empezó a tomar forma. Fue una suma de elementos. Por un lado, las ganas de hacer una comedia. Por el otro, el deseo de retratar personajes de edades que no había contemplado antes, de treinta y pico acercándose a los cuarenta, algo que tiene que ver la evolución propia. Pero también la adolescencia, que es una etapa que no había transitado en mis películas previas, y que supongo remite a esos recuerdos personales de Gesell. Finalmente, hay otro elemento que, de alguna manera, destrabó ciertas cuestiones narrativas de Las Vegas. Se trata de Aeropuertos, la novela de Alberto Fuguet, que tiene muy poco que ver con el tono de la película, pero cuya estructura familiar es similar: una pareja que tuvo un hijo cuando ambos eran muy chicos, a los dieciocho, y que en el presente están separados. El libro está conformado por una serie de diálogos entre el padre y el hijo y la madre y el hijo y me gustaron las posibilidades que permitía esa estructura. Y cómo podía funcionar como espejo: esos padres que tuvieron a su hijo a la misma edad que él tiene ahora. En la película, desde luego, todo está jugado hacia el lado de la comedia, de los desencuentros y las casualidades”.

Las olas y el viento

“Consciente o inconscientemente, uno hace películas de acuerdo con un contexto. No creo que eso esté mal. De hecho, quería hacerme cargo de esa tradición, la de las películas argentinas que transcurren en la Costa”. Villegas se refiere, desde luego, a cierta tendencia del cine argentino de las últimas dos décadas a utilizar alguna ciudad de la costa bonaerense como telón de fondo literal y simbólico del devenir de los personajes. De la seminal ¿Sabés nadar? de Diego Kaplan –estrenada en 2002 pero filmada en una invernal Mar del Plata casi cinco años antes– a la completitud del círculo que podría estar marcada por el viaje a la costa atlántica de Dos disparos (2014), el último largometraje de Martín Rejtman, las olas, el viento y el frío del mar han sido un imán para toda una generación de cineastas argentinos. Quizás dos generaciones. “Creo que en Las Vegas hay algo novedoso: la historia tiene lugar durante el verano. Curiosamente, casi todas esas películas transcurren fuera de temporada, lo cual ya se ha convertido en una suerte de cliché, de lugar común de la representación de cierta melancolía y desolación. La playa en verano representa otra cosa. Al mismo tiempo supongo que algo melancólico permanece, porque todas esas ciudades tienen algo de detenidas en el tiempo. El edificio mismo es de otra época”. De esa manera, los personajes de Las Vegas nunca caminan por una playa ventosa con ropa invernal. Todo lo contrario: Laura está tomando sol cuando un nene atrevido le tira arena encima, bien a propósito y con muy buena puntería. “¡Pará, pendejo forro!”, grita sin remilgos la turista delante de la madre del crío, antes de darse cuenta de que se trata de alguien familiar, uno de esos conocidos que lo vienen siendo desde tiempos inmemoriales. “No pasa nada, los chiquititos son así”, se corregirá quince segundos después de la puteada, en una de las muchas instancias de humor verbal, situaciones en las cuales las palabras tienen un peso cómico específico y rotundo.

“La sensación era la de animarse, no reprimir el gusto por la comedia y las situaciones absurdas. Ir a fondo. En ese sentido, creo que es la película más libre que he hecho, porque no le tuve miedo al ridículo. Creo que para evitar caer en el ridículo no hay que tenerle miedo. Obviamente, hay un gusto por esa tradición, y si bien no lo tomé como la imitación de una película en particular, la tradición de la comedia de matrimonio estaba presente y me hago cargo de eso. También hubo algo más intuitivo: no se trató de decir ‘quiero hacer una comedia’ y buscar cualquier excusa para cumplir con las obligaciones que el género impone. Hay algo más profundo, que fui descubriendo mientras hacía la película, y es como si Las Vegas fuera el lado B de Sábado, la película a la que más se parece de todas las que hice, pero también a la que más se opone. Sábado tiene mucho humor, pero termina ganando la soledad de los personajes, y en relación con esas parejas –aunque no se diga explícitamente– uno siente que ahí no hay mucho futuro. Acá, en cambio, la película plantea la posibilidad de la reconstrucción de una pareja, de una familia. Son elementos que se llevan mejor con el concepto de la comedia pura”. El francés Eric Rohmer sigue siendo el director favorito de Villegas, un gusto declarado a viva voz por el realizador en sus años de crítico de cine en la revista El Amante. Las Vegas tiene un lejano dejo rohmeriano, al menos en sus momentos más calmos, cuando las palabras –que son muchas y se dicen a toda velocidad, a veces en simultáneo, a veces “pisándose” mutuamente– le hacen un lugarcito a las miradas, a algún roce involuntario. “Las influencias son buenas siempre y cuando no te aten”, sentencia Villegas. “Por esa razón no me puse a revisar películas antes de filmar. Si el planteo como realizador fuera algo así como ‘esto Rohmer no lo haría’ me estaría poniendo imposiciones”.

La gente anda diciendo

Al director de Los suicidas y el reciente documental Victoria le gusta escribir diálogos, dice que lo disfruta mucho. “Escucharlos también, es un vicio: si estoy en la calle o en una sala de espera me pongo a escuchar, no tanto por el contenido, por lo que se dice, sino por la forma en la cual se comunica la gente, como se manifiesta el vínculo entre las personas. Cuando escribo, trato de que los personajes no expresen directamente lo que piensan o sienten, eso me parece menos interesante”. Elemento nada menor el de los diálogos: la manera y el ritmo con el cual se dicen, las circunstancias y formas en las que se escuchan. El famoso timing. “El timing es fundamental: una línea de diálogo, un movimiento que llega un segundo antes o después y la cosa no funciona. No me quiero comparar ni mucho menos, pero algo que admiro profundamente del director español Luis García Berlanga es la capacidad para sostener un timing perfecto, además de la simultaneidad de acciones y situaciones en un mismo plano, que es algo único en la historia de la comedia. En algunas escenas quise animarme a hacer algo parecido”. El guión de Las Vegas estaba escrito al detalle; al mismo tiempo, las propuestas de los actores eran siempre bienvenidas, tanto en los ensayos como en el rodaje, “sobre todo en los casos de Pilar Gamboa, Santiago Gobernori y Camila Fabbri. Es gente que escribe y dirige y tiene ideas propias sobre lo dramático. En los ensayos sentí que íbamos encontrando el tono e incluso hay muchos gags que surgieron durante el rodaje, cosas que se daban un poco por la situación vivida en el momento. Pilar era la que más tendía a improvisar y había un acuerdo mutuo de ir probando cosas. Ella fue sumando elementos que hacían que el personaje fuera más complejo. Esto lo digo muy especialmente porque el suyo es un personaje que está siempre al borde de caer en el tipo de ‘mina insoportable’ y ella lo fue trabajando para sumar otras cuestiones que la sacaran de ahí”.

El personaje de Pablo, el joven algo introspectivo, poco comunicativo y bastante enojado con su padre –y que se pasa una parte de la película escuchando música en el supuestamente anacrónico formato de CD, gracias a un definitivamente anacrónico discman– está interpretado por el debutante Valentín Oliva, más conocido como Wos. Un acierto del casting para un actor debutante, aunque no se trata de alguien ajeno a las tablas: el año pasado Wos, de apenas 19 años, resultó el campeón argentino de la Batalla de los gallos, la cumbre del rapeo freestyle que tuvo lugar en el Luna Park. “Tiene 500.000 seguidores en Instagram, es una estrella. La prueba de que Valentín es un buen actor es que él es todo lo contrario a Pablo, en la vida real es alguien muy seguro de sí mismo. Fue muy sorprendente eso, en Gesell lo paraban en la calle y se metían en el rodaje para verlo”. Típica producción independiente –a falta de un término que grafique mejor las condiciones de su hechura–, Las Vegas se filmó rápido, en dieciséis jornadas, y con un equipo reducido, muy al estilo Villegas. La historia y el tono, sin embargo, permiten imaginar un público más amplio, quizás no masivo, pero sí mayor que en el caso de sus largometrajes previos. A pesar de ello, su responsable afirma que nunca se lo planteó como un proyecto comercial. “Aunque sí admito que quería hacer una película que apuntara más al humor directo y a la emoción, algo más accesible, un tipo de película que disfruto mucho como espectador. Quizás sentí que me estaba autolimitando como director, no permitiéndome hacer algo que disfruto en películas de otros”.