Ha ocurrido un golpe de mercado contra el gobierno de Macri. Esto es irrefutable. Cómo explicar, si no, la penosa intervención de los dos funcionarios que el viernes por la mañana le dijeron al país lo siguiente: no pasó nada importante, mantenemos la meta de inflación, aumentamos la tasa de interés, disminuimos la previsión del déficit fiscal y, en consecuencia, reducimos el plan de obras públicas. Es decir, consagramos el endurecimiento del ajuste y nos resignamos a la recesión sin ninguna razón importante.

Está claro que es más fácil arrancarle al gobierno cambios en su política que obligarlo a cambiar su discurso o, incluso, a aceptar que no siempre puede avanzar por el camino trazado. Esto solo puede entenderse si se acepta que este gobierno se sustenta, casi exclusivamente, en una construcción ideológica, en una utopía social a la que se quiere constituir en una verdad sagrada e inmutable. Los filósofos del régimen razonan como si el mundo no se hubiera dado cuenta de las grandes verdades: que hay que ser positivos, emprendedores y abandonar todo espíritu crítico. Los economistas proclaman que reconciliada y de regreso al mundo de la libertad de mercado, Argentina recuperará  el amor de los poderosos que derramarán su generosidad sobre nosotros y nos hará unánimemente felices. Los politólogos perorarán sobre la necesidad de los grandes consensos, de la seguridad jurídica, de la oposición leal y la alternancia. Y todo lo que salga de este molde e impugne las sacrosantas verdades será considerado un enemigo en acción: sufrirá palos y calabozo cuando proteste, recibirá citaciones judiciales, será estigmatizado como corrupto, subversivo o, lo peor de todo, simpatizante kirchnerista. 

El gobierno de Macri no se ve a sí mismo como una circunstancia política. Se reconoce como el portador de una misión histórica. De llevar al triunfo definitivo a la Argentina culta, productiva y decente frente a la barbarie, la dádiva estatal y la corrupción. Tal el modo de explicar el mundo que se presenta a sí mismo como original y fundacional y que en realidad no es más que una variedad particularmente pobre del viejo mito de origen del capitalismo. Ese que explica la división entre los poderosos y los proletarios como el resultado de viejos linajes humanos contradictorios entre sí: unos trabajadores, innovadores,  moralmente sobrios y otros holgazanes, débiles y dados al vicio. Es un mito que funciona siempre y es uno de los fundamentos espirituales decisivos de la sociedad capitalista. En el 200 aniversario del nacimiento de Carlos Marx, puede homenajeárselo como el escritor científico que refutó el mito y sostuvo fundadamente que el capitalismo vino al mundo a través de guerras, colonialismo y saqueo: “chorreando lodo y sangre por todos los poros”. Lo específico de este gobierno no es el funcionamiento real de este mito sino su proclamación, su celebración, su colocación en el lugar de clave universal: esa verdad puede abrir cualquier puerta y puede remover cualquier obstáculo. Es que así funciona en el micromundo del que provienen los principales funcionarios. En la gran corporación económica las cosas son muy claras y no necesitan siquiera de órdenes, o de compulsiones exteriores; todo el mundo sabe cuáles son las reglas de juego y el no cumplimiento de estas equivale al retiro del juego. Hasta ahora, el ejercicio del gobierno de un país se ha considerado una experiencia más compleja. 

El enfoque social clasista, en su versión más infantil, presupone una relación directa e inmediata entre un gobierno y la coalición social a la que representa. Se fabula la existencia de una unidad ideológica y estratégica entre gobierno y clase, de una fácil adecuación mutua. Sin embargo, el gobierno ha sido atacado por aquellos a los que sin ninguna duda ha beneficiado de manera intensa y desproporcionada desde el día mismo de su asunción. Es cierto que la reacción de “los mercados” incluye el terror de muchos ahorristas espantados por el eterno retorno de los colapsos bancarios y los golpes inflacionarios. Pero ni los dólares ni la información financiera están esparcidos democráticamente en la sociedad sino fuertemente concentradas en manos de los más ricos y poderosos. Ellos son, por lo tanto, los actores centrales del drama de estas horas. ¿Por qué? En este caso no funciona el comando automático que conduce a la explicación fácil del macrismo: el culpable es el populismo kirchnerista. Sin embargo, Marcos Peña sigue diciendo que la culpa la tiene la “demagogia de la oposición” en el Congreso, a propósito del proyecto de ley contra el tarifazo. Algo así como que la falta de consenso político ahuyenta a los mercados. Diversos sectores representativos del establishment han hecho conocer su preocupación por la situación económica: los preocupan la inflación, el déficit fiscal, el excesivo “gradualismo” del ajuste. Curiosamente todo esto equivale a aquello a cuya corrección se refirió Dujovne en la conferencia del viernes. Al poder económico concentrado no lo preocupan solamente los límites de su propio enriquecimiento -que es en última instancia lo que los constituye- También los preocupa la viabilidad política de una situación que los favorece. Y el diagnóstico, local y global, sobre la consistencia de la política puesta en marcha va adquiriendo tonos más sombríos cada día. Salta a la vista la temeridad de la ideología gubernamental en lo que respecta a las expectativas mundiales. Su carta más poderosa es el endeudamiento progresivo que, en combinación con la lluvia de inversiones amigas, constituirá la plataforma necesaria para los “cambios estructurales”. El mundo no está marchando en la dirección de esos presupuestos ideológicos. El margen para “vivir con lo ajeno” se va achicando peligrosamente, a pesar de la favorable circunstancia que el desendeudamiento populista creó para este nuevo delirio neoliberal. El macrismo está funcionalmente obligado a pensar en forma casi excluyente en las próximas elecciones; los dueños del dinero prefieren preservarse y poner a salvo sus dólares. 

De lo que se trata, una vez más, es de si el neoliberalismo puede construir su propio régimen político en Argentina. Eso depende de muchas cosas. De la capacidad de tener una estrategia política, de saber sostenerla con flexibilidad e inteligencia, y construir a su alrededor un amplio consenso, o, en su defecto, de irradiar el miedo a un cambio que debe ser estigmatizado como el infierno populista. Ahora bien, ¿por qué en el país es tan complejo lograr un balance de fuerzas sociales favorables a ese rumbo? Finalmente,  gran parte del mundo vive en las condiciones del dominio neoliberal. El gran obstáculo es el antagonismo político que renació en nuestro país después de la terrible crisis de fines de 2001. Que se nutrió de una profunda memoria histórica proyectada hacia los orígenes del peronismo y que supo confluir con procesos análogos, aunque diferentes, en varios países de la región. El sueño original del macrismo fue la rápida dispersión de las fuerzas políticas y sociales que adhirieron a los gobiernos kirchneristas. El proyecto fue la deskirchnerización. De los sindicatos, del Partido Justicialista, del Poder Judicial, del estado y así de seguido. La punta de lanza fue y sigue siendo la guerra psicológica protagonizada por los grandes medios de comunicación, ahora escoltados por las maquinarias de los trolls gubernamentales, del acopio de datos personales, del trabajo desatado de buchones de todo nivel y especialidad. Por el momento vienen fracasando y nada indica la seguridad del éxito futuro. Porque de lo que se trata no es de la fidelidad con una bandera política ni el cariño por una experiencia de gobierno sino de una roca dura del mundo popular argentino. La roca dura es la conciencia de la posesión de derechos que ningún gobierno puede desconocer. Ni los gobiernos más violentos y terroristas de la historia pudieron horadar esa piedra. 

Durante el último diciembre, el ataque contra los derechos de jubilados y pensionados produjo un antes y un después de este episodio político que estamos viviendo. La noche que miles de argentinos fueron espontáneamente a protestar en el centro de la ciudad capital por el atropello contra los sectores más débiles de la sociedad señaló el comienzo de una nueva etapa. El gobierno no tomó nota del cambio, su ideología se lo prohíbe. Los tarifazos son el fruto de ese dogmatismo cerril. Ahora se colocaron a sí mismos en una encerrona. Por ahora recurren a trampas y chicanas parlamentarias para resistir el proyecto común de la oposición que lleva el valor de las facturas de los servicios a diciembre de 2017. Pero mientras defienden la colina, anuncian sin sonrojarse que si pierden la batalla parlamentaria el presidente vetará la ley aprobada por el Congreso. Si detrás de la crisis cambiaria (o peor aún de modo simultáneo) viene un veto presidencial que convalida el saqueo contra los bolsillos populares, el gobierno estará trabajando activamente por una tormenta perfecta y haciéndose inequívocamente responsable de la situación explosiva que esto pueda generar. 

Tanta obsesión ideológica ha ido creando las condiciones para que ciertas voces influyentes empiecen a clamar por un mayor grado de realismo. Crece la valoración por el sector dialoguista y “filo-peronista” del gobierno y el reclamo de un “amplio diálogo” que ayude a encontrar una salida de la situación. La variante utópico-refundacional de la derecha argentina ha entrado en un denso cono de sombras. Para muchos ha llegado el momento de un cambio que asegure alcanzar los mismos propósitos por caminos distintos. Es el peor momento para una fuerza que, irónicamente, se llama Cambiemos.