Matilde es una nena como tantas: le gusta trenzarse el pelo para que le queden ondas, tener amigas, jugar con su gatita, ansía tanto ese álbum de figuritas de Sarah Kay. Su infancia transcurre –pronto lo advierte el lector– varias décadas atrás, y en Chile. Más precisamente, en la dictadura pinochetista, en un estado de cosas en el que empiezan a sonar palabras como Lexilio –así cree ella que se llama ese lugar al que tantos van a vivir– terrorista, desaparecido. Porque eso, un desaparecido, descubre que es su papá. Por eso ha ido a vivir con su abuela y casi no ve a su mamá, que todo el día va y viene buscando no sabe qué. Tampoco sabe por qué tiene que mentirle a sus amigas, a sus vecinos, a su maestra. Matilde no sabe, no entiende, tiene preguntas y nadie le explica. Esta es la historia que plantea Carola Martínez Arroyo en Matilde, su primera novela, recientemente publicada por Norma en su prestigiosa colección juvenil Zona Libre.       

Martínez Arroyo nació en Santiago de Chile y vive hace 21 años en la Argentina: este no es, aclara, un relato autobiográfico, “pero tranquilamente podría serlo”.  Surgió, sí, de un recuerdo y un ejercicio de escritura: “Fue una especie de locura de escritura que salió de un tirón y que luego fui revisando varias veces. En cuanto terminé la di a leer la novela a dos amigos editores, y una me sugirió que la presentase al Premio Norma, uno de los más importantes a nivel latinoamericano en libros para chicos y jóvenes. Varios meses más tarde Laura Leibiker me dijo que había sido finalista y querían editarlo. Ella fue una de mis editoras”, repasa la escritora. 

Si hasta ahora Martínez Arroyo se había destacado en el campo de la LIJ como especialista, tallerista, promotora de lectura y crítica con su reconocido blog Donde viven los libros, este ingreso a la literatura “en serio” (antes había escrito libros de texto) se dio, cuenta agradecida y revelando una faceta del proceso del libro que no siempre es tenida en cuenta, de la mano de Leibiker y Virginia Ruano, editoras de Norma. “Ahí comenzó el trabajo más creativo de todos los trabajos que he encarado, la reescritura. Entre las idas y vueltas y las correcciones de Laura y Virginia la novela fue transformándose en algo muy distinto. Mucho mejor, más coherente. Yo mandé un texto, un manuscrito; el trabajo con el equipo de edición lo convirtió en libro. En el medio estuvieron también las sugerencias de mis amigos que me leen una y otra vez, sin cansarse”, vuelve a agradecer.

Explica la autora con belleza, en diálogo con PáginaI12: “No es que dije ‘voy a escribir sobre el exilio o la dictadura’. Pero ocurre que todo lo que escribo está traspasado por esa época en la que crecí. La dictadura en Chile duró 17 años, crecimos y nos hicimos jóvenes en dictadura, pasamos toda la escuela en dictadura. Pero si pienso, no puedo hablar de la infancia sin pensar en mi infancia, que en el fondo es igual a la de miles de niños en Chile. Niños que hoy tenemos cuarenta y pico. Formo parte de una generación que luchó por la caída de la dictadura con menos de 18 años. Somos hijos de familias destrozadas por la violencia del Estado, la persecución política, el exilio, la tortura y las desapariciones. En un país que intenta olvidarlo todo como si nunca hubiera ocurrido, le debo a la niña que fui, a los niños que fuimos y crecimos asustados, rodeados de silencio, con cientos de palabras no dichas, algo que dé cuerpo a esa soledad”. 

–¿Podría decirse entonces que su propia historia está y al mismo tiempo no está en esta historia?

–Algo así. No es autobiografía, pero tranquilamente podría serlo. Obviamente, algunas anécdotas son personales, las vivencias alimentan las historias. Pero como decía, es parte de la vivencia de una generación víctima del terrorismo de Estado. Sin embargo, yo no querría que la novela quedara solo ahí, convertida en un testimonio. La historia podría ser trasladada a cualquier país donde los chicos viven esas situaciones de soledad, de persecución, de exilio. También es la historia de una niña que quiere un muñeco y hacer cumpleaños y a su mamá, más allá de lo que pase en su país. 

–¿Cuáles son esas vivencias que alimentaron la historia?

–Hay cosas que ocurrieron en realidad, como la historia de Lexilio. Por mucho tiempo con mi hermana pensamos que era un lugar al que todo el mundo se iba, hasta que entendimos que era El Exilio. O el juego del funeral de las hormigas, que era uno de nuestros juegos habituales: matar hormigas y enterrarlas con cruz, flor y llanto. Al escribir se me venían recuerdos muy patentes y esos los fui usando. Los funerales de Manuel Guerrero y de Rodrigo Rojas, que aparecen mezclados. Creo que cualquiera que los haya vivido va poder reconocerlos; en ese sentido tengo muchas ganas que lo lean en Chile. 

–¿Qué historia guarda la dedicatoria?

–La novela está dedicada a mi amigo Claudio Paredes Tapia, que fue asesinado el 31 de enero de 1988, a los 18 años. Para mí, él representa todos los niños asesinados, todos los niños que padecieron los horrores de la dictadura, todos los niños que vivimos una época en la que lo común era ir a funerales y asegurarte al volver a casa por si te estaba siguiendo la policía. La infancia en dictadura es una infancia horrorizada, asustada, muchas veces incomunicada. 

–En este sentido, ¿qué fue lo que más le costó escribir?

–Tal vez la ausencia de la madre de Matilde, la lejanía afectiva, la soledad de la niña. Y el crecimiento de esta niña, eso tuve que revisarlo bastante. Cómo va variando el monólogo interior, cómo cambia su mundo interno porque las cosas que vive van transformando al personaje, como nos transformarían a cualquiera. El mundo exterior, el afuera de Matilde fue fácil, era parte de mis recuerdos. Pero el mundo interno era un desafío. Porque en el fondo es una novela que podría tranquilamente ser descrita como la historia de una niña que crece en soledad. A la que por distintas razones los adultos van abandonando, dejando a su suerte. El anclaje con la vida es su abuela y eso es una vivencia que escapa al momento histórico.

–¿Cuánto de la especialista y promotora de lectura se puso en juego en la novelista?

–Fue un proceso de escritura bastante libre, mi tarea como mediadora no influyó mucho. Sí creo que está ocurriendo ahora que está en papel. Es un proceso de alejamiento, de objetivación. Hace ya un tiempo, por ejemplo, tuve una devolución en el marco del Filbita, el festival de literatura infantil. Me preguntaron sobre mi posición acerca de la literatura utilitaria y el tema. La pregunta me puso a pensar acerca de la escritura y la mediación. Yo escribí una novela. Esa novela no fue escrita para “trabajar” un tema en especial, no es una denuncia, no tiene una utilidad específica. No sirve para nada, los libros en principio no “sirven”. Pero una vez que está, una vez que el mediador la toma está en libertad de hacer lo que quiera, y ya no tenés control. 

–La novela tiene un final muy original: está contado con ilustraciones. ¿Cómo llegó a ese final?  

–PowerPaola es una ilustradora colombiana increíble que maneja muy bien el formato del comic y que me encanta. Había un salto narrativo al final de la novela y Laura, mi editora, tuvo la idea, una idea genial y una elección muy acertada. Además, claro, sumar lenguajes siempre enriquece la obra. Lo más impresionante fue ver como PowerPaola logró retratar muy exacta a la Matilde que yo me imaginaba. ¡Hasta se parece un poco a mis hijas! (risas).