Sobre la pantalla en negro se escucha un choque de autos y el gemido de dolor de un perro. Se abren las puertas de una mansión y un hombre de smoking corre hacia la esquina. Cuando parece que intenta consolar al animal, se dirige al público: “Hay dos tipos de dolor: el que te fortalece y el dolor inútil, el cual no es más que sufrimiento. No tengo paciencia para las cosas inútiles. Un momento como éste requiere de alguien que actúe, que haga lo desagradable, lo necesario”, sentencia el hombre, mientras estrangula al perro con sus propias manos.  

Desde la escena inaugural de House of Cards, Frank Underwood hace gala de su crueldad. A pesar de sus atrocidades, el personaje de la serie genera un magnetismo indudable y una complicidad que provoca, incluso, aplausos de la audiencia frente a sus victorias.

Algo similar sucede con el personaje de Breaking Bad, el profesor de química convertido en el padrino de la droga: Walter White cosecha simpatías en el público, aunque vaya transformándose hasta quedar dominado y seducido por la avaricia y el poder. En La Casa de Papel algo huele parecido. ¿Será que el profesor, Tokio, Nairobi, Berlín y compañía cumplen con un deseo que todos llevan adentro? ¿De ahí la fascinación por sus personajes?

Así se nos presenta nuestro prototipo de héroe actual: un tipo capaz de matar a un perro casi con placer, un profesor vuelto un narcotraficante sin escrúpulos o un grupo de delincuentes que sólo buscan hacerse millonarios. Más allá de las interpretaciones psicológicas, no es novedad el enamoramiento por los villanos, no obstante, la inclinación hacia personajes corruptos, crueles, mezquinos y codiciosos, siempre invita a pensar.  

Recientemente, durante una entrevista que por fortuna pude hacer, José “Pepe” Mujica reflexionó sobre nuestros modelos actuales con la lucidez de pensamiento que nos tiene habituados: “Si se está sembrando la imagen de que triunfar en la vida es tener plata (...) ¿Qué nos vamos a asustar de la corrupción? ¡Es una consecuencia del modelo que estamos planteando y se lo planteamos a todas las clases sociales! (...) Al burócrata del estado y al gurí que sale de fierro a robar (...) Acá hay un problema de filosofía de la vida.”

Mientras tanto, en Argentina la agenda política-electoral parece girar en torno a las denuncias de corrupción. El clima de batalla contra los corruptos –donde los ciudadanos exigen honestidad a sus funcionarios y el oficialismo se atribuye la limpieza de la gestión pública– sigue estando a la orden del día. Sin embargo, si bien la lucha contra la corrupción está fuertemente instalada como preocupación en gran parte de la sociedad, Argentina y la región siguen acechadas por los mismos problemas estructurales que arrastra hace años. Toda Latinoamérica se hunde en índices que oscilan entre la nada y la falta de imaginación para generar empleo. 

Mientras se aplauden las victorias de Frank Underwood, Walter White y el profesor, la clase media expresa su indignación por la inseguridad, la corrupción y la falta de valores, y hasta cierta nostalgia por la delincuencia de antaño y sus supuestos códigos dignos de admiración.

“Nos refugiamos en la nostalgia cuando nos abandona la esperanza, porque la esperanza exige audacia y la nostalgia no exige nada”. Así sentenciaba el querido Eduardo Galeano. Así se preguntaba, una y otra vez, acerca del camino de la (des)esperanza. Quizás, el compatriota de Mujica haya tenido razón: agotadas las ilusiones, desistimos en pos de la comodidad que nos ofrece la enunciación en detrimento de la acción. El reclamo por mayores medidas de transparencia es legítimo, aunque lo llamativo sea su disociación con lo que aplaudimos desde el sillón de nuestras casas. 

Sabemos que no podemos pedirle a la ficción lo que no es. Sabemos que no podemos pretender que se reaccione frente a ella como si estuviésemos ante sucesos reales. De cualquier modo, no deja de sorprender el fervor que despiertan nuestros prototipos de héroes en la ficción ¿Podemos fascinarnos con tanto ardor y no entrar en contradicción con nuestras ideas?

Me permito imaginar nuevamente a Galeano ofreciendo algunas pistas: “Intenté, intento, ser tan porfiado como para seguir creyendo, a pesar de todos los pesares, que nosotros, los humanitos, estamos bastante mal hechos, pero no estamos terminados”. En definitiva, será cuestión de repartir y volver a empezar, una y otra vez, volviendo sobre nuestros pasos y corrigiendo los errores, surfeando los momentos de esperanza y desesperanza.