La ironía quizá sea la treta del débil, una manera de desmontar paradigmas para desplegar un pensamiento periférico. Ciprian Momolescu, un artista que creció en Rumania en los años ochenta cuando todavía la Unión Soviética reglaba su mundo, ingresa por “inercia” o “petulancia” en el circuito del arte, las becas y residencias artísticas en Alemania y Dinamarca, donde se especializará en intervenir bibliotecas. Considerado escéptico y snob, “un muchacho tímido del este”, su infancia comunista lo transforma en un personaje excéntrico: padre militante en las filas surrealistas que deviene escritor de libros infantiles –las aventuras del Osito metalúrgico–, madre vacilante y temerosa, abuelo alcohólico y una hermana asmática. En ese itinerario de becario repitente, conocerá a Ulrikka Pavlov, quien predica el abandono de la vida artística y de un sistema que “no hace otra cosa que impedir que se desarrollen plenamente”. La novela Ardillas de Pavlov (Adriana Hidalgo), de la escritora, artista visual y editora brasileña Laura Erber, traducida por Julia Tomasini, se presentó en el espacio Zona Futuro de la Feria del Libro.

Erber (Río de Janeiro, 1979), seleccionada por la revista Granta entre los veinte mejores escritores brasileños jóvenes, conoce el mundo de las residencias artísticas –estuvo en Francia, Alemania, Cuba, Dinamarca y Bélgica–, espacios que reproducen una idea romántica del escritor que ella critica en la entrevista con PáginaI12. “Ulrikka es un poco anacrónica, aunque se cree visionaria. Su discurso es un pastiche con ideas muy violentas sobre lo que será o no el arte. Me gusta trabajar con un narrador en primera persona porque puedo experimentar el pensamiento de otro. Yo tendría otra manera de ver también al propio Ciprian, que tiene su arrogancia y fragilidad”, plantea la escritora, que en 2015 fundó la editorial digital Zazie, de teoría y crítica de arte.

–¿Por qué eligió inventar un personaje como Ciprian para narrar algo de las experiencias que vivió en residencias artísticas?

–Yo quería pensar desde otro punto de vista y ver qué pasaba, a qué conclusión podría llegar o qué preguntas podría formular. No quería hacer algo que pudiera ser leído como una autoficción. Me interesa el laboratorio literario como un espacio para articular otro pensamiento. Eso me encanta en la escritura literaria en comparación con las otras formas de escritura. También me interesa una mirada periférica sobre ese mundo de las promesas de la globalización y la internalización del arte, porque el libro habla de un modelo de vida artística y los horizontes que cambian en la geopolítica del arte cuando se termina el comunismo. En ese sentido me identificaba con Ciprian porque también vengo de otra periferia del arte; entonces podía hacer la conexión entre periferias, sin pasar por el centro. Yo puedo entender algo de los resentimientos, de las cuestiones que se plantea este artista rumano, aunque no son exactamente las mías. Yo tengo una especie de simpatía periférica por Ciprian (risas).

–¿Qué aporta la mirada periférica?

–Nos pone en contacto con los dilemas de ser artista en un mundo donde no nos damos cuenta de que las instituciones tienen un imaginario de lo que es ser artista, lo que es bueno para crear, cuáles son las situaciones ideales de creación. Todo esto parte de los centros hegemónicos y desde la periferia trabajamos a partir de ese modelo de “felicidad creativa”. Tal vez la mirada periférica nos permite jugar con esos modelos, desmifiticarlos. El humor es una manera de escapar de esos aprisionamientos. Las ideas de productividad, trabajo y vida artística están organizadas por estas instituciones que controlan nuestra manera de pensar mucho más de lo que imaginamos. La mirada periférica implica estar un poquito desplazado para entonces poder inventar otra manera de ser artista. Tal vez ese sea uno de los principales desafíos del arte contemporáneo: ¿Cómo ser artista en un mundo en que los artistas se convierten en micro empresarios o publicitarios de su propia práctica artística? No hay cómo ser artista sin vender tu propia imagen...

–Las editoriales y los principales festivales literarios trabajan en la construcción de un modelo de escritor. ¿Se puede establecer una equivalencia entre el mundo del arte y de la literatura?

–Sí, cada vez más. La literatura, con un poco de retraso, se apropió de ese modelo espectacular del arte de una manera cómica porque no siempre los escritores se prestan a interpretar ese papel. En las residencias de escritura, la idea del escritor nómade se impuso como un modelo de creatividad. Esa disponibilidad para viajar resulta a veces muy frívola. La literatura es un arte que tiene una imagen de sí misma más romántica. 

–Las residencias artísticas y de escritura del siglo XXI vuelven a la idea del artista en “la torre de Marfil”, ¿no?

–Las residencias artísticas son muy románticas. Tenemos la idea de que la situación ideal para escribir es poner las obligaciones en otro lugar. Y yo quiero un espacio para estar con mis libros y mi familia. No me quiero ir a otra parte, quiero estar en mi casa. Solo quiero tiempo. La residencia perfecta te da tiempo.