Junto con el nuevo año, en estos sures del mundo, llega el verano. Y con el verano la playa. Para ella va mi mal deseo. Para la playa como lugar en el que constantemente se actualiza la normatividad que opera sobre los cuerpos. La playa es un teatro de operaciones, un espacio delimitado donde se libra una guerra donde la violencia normalizante pega directa en la piel descubierta y se perpetra a partir de una mirada. 

Mal deseo es maldición. La maldición es que esa playa, donde el cuerpo se educa y debe avergonzarse, se llene de horribles figuras jamás dignas de desfilar por las bellas y blancas arenas de la normalidad. 

¿Qué pasa con un cuerpo trans en la playa? ¿Puede, por ejemplo, un chico con tetas habitar este espacio cómodamente? ¿Y una gorda? ¿Y encima se va a comer un churro con dulce de leche? ¿Cómo se atreve!? ¿Y alguien con diversidad funcional (personas con discapacidad)? Las playas accesibles casi no existen. Nada en este mundo capacitista nos hace pensar que la playa sea un lugar posible/deseable para unx tullidx. ¿Y una mujer con burkini en las playas de la racista y vieja europa? 

Un cuerpo al que le sobra carne o grasa, o que le cuelga piel, o con visibles cicatrices, o con pelos donde no toca o sin pelos donde toca tener, o que no tiene un color de piel que se asocie al legítimo ocio estival, nada tiene que hacer en una playa. La felicidad y el descanso son parte del imaginario asociado a la playa. Pero, ¿quienes pueden descansar? 

Mi mal deseo es para esa playa ¡qué la tape la arena! A cambio, porque la playa nos gusta y no se trata de renunciar a disfrutarla, deseo con fuerza una playa desjerarquizada y desnormalizada, que acoja la singularidad y la celebre. Mi buen deseo, en un ejercicio de imaginación política, es que esa playa exista y podamos bañarnos, sin dar explicaciones y sin la aprobación de nadie, en las aguas turbias de las diferencias.

* Activista feminista y gorda.