En el otoño de 1955 el tiempo parecía suspendido y las hojas se desprendieron tarde del gran nogal de la plaza; no fue sino hasta fines de mayo que los amarillos cambiaron de forma e identidad hasta transformarse en agonizantes rojos primero y cadáveres grises y resecos después. El viejo Ramírez atestiguaba el proceso en silencio desde lo alto del muro antiguo, donde desde hacía ya dos años pasaba los días sentado bajo el sol o la lluvia, al calor o al frío, y de donde solamente bajaba para almorzar en la iglesia o para defecar. Las meadas las soltaba desde lo alto, cuando creía que ningún chico de la escuela cercana lo veía. O cuando sospechaba que alguna vieja santurrona lo espiaba por sobre el misal.

No siempre fue un paria; muy por el contrario, había sido un miembro activo y valorado de las fuerzas vivas de nuestra comunidad, aún con su cuestionable filiación política. Cuando, en el 52, su esposa Clara murió en un accidente automovilístico en la ruta que iba hacia Paraná, casi en las mismas fechas del deceso de aquella mujer, el viejo consideró que no tenía más razones para seguir formando parte de nuestro engranaje social. Búsquense otro médico, le dijo a un paciente que fue verlo, prudentemente, una semana después del entierro. Se encerró en la casa y no volvimos a verlo sino hasta un año después, cuando reapareció flaco, sucio y avejentado.

Al principio, muchos se asustaron al enterarse de que en el pueblo ya no habría médico al que recurrir; pero no hicieron falta grandes esfuerzos para conseguir un reemplazo; la noticia del puesto vacante se hizo eco entre ambos ríos e incluso llegó hasta el Rosario de Santa Fe. Y desde esta ciudad, precisamente, llegó el nuevo doctor, un joven socialista de buen humor y bastante charlatán, que fue uno más de los nuestros al poco tiempo de arribar. Olvidamos pronto al hosco Ramírez; y por supuesto, triste pero justo es reconocerlo, la memoria arrasó también con lo que el médico había hecho en favor de la escuela, del pequeño hospital y del cuartel de bomberos voluntarios, cuerpo del que en su juventud había formado parte. El último gran donativo lo había desembolsado para que la comuna se hiciera cargo de la reparación del ingreso a la ruta, obra que la provincia nunca encaraba y, por cierto, al margen anoto: dinero cuyo origen todo el mundo ignoraba; ¿cómo podía disponer de esos montos un médico de pueblo?

En fin, nadie se preguntaba ya nada sobre el dinero que había donado el doctor, y mucho menos sobre el propio Ramírez. Se sospechaba que seguía con vida y que cuidaba de sus plantas por las noches, dado el mantenimiento visible en el jardín de la casa; pero la verdad es que nadie habló seriamente del tema hasta que un empleado de la comuna, encargado de la poda y escamonda, lo divisó, de pie e inmóvil, sobre el angosto muro antiguo que bordea el lado norte de la plaza.

Los viejos camaradas de la comunidad, pensando que Ramírez pretendía suicidarse, nos acercamos a los pies del muro para disuadirlo; nos preocupaba la integridad física del desgraciado, claro, pero también el escándalo de una muerte pública y las manchas en el empedrado que tan difícil sería limpiar; al vernos, el viejo comenzó a vociferar sus acusaciones por primera vez.

Como un profeta santo, nos señalaba y nos llamaba hipócritas, mentirosos, traidores, ladrones. Declamaba el odio infinito que sentía por nuestra especie a la vez que confesaba el amor incondicional que sentía por la vida. No soy dios ni creo en él -gritaba‑, tampoco creo en los castigos ni en las recompensas de un más allá. Y porque no soy dios ni creo en él es que tampoco voy a tomar en mis manos la venganza y el juicio; pero sepan que los odio, a cada uno y como pueblo; odio su hipocresía; váyanse todos a la puta madre que los parió.

Qué dolido se lo veía al pobre alienado, no encontrábamos argumentos para consolarlo aunque tampoco parecía requerir de nuestro consuelo. Por eso, una vez que estuvimos seguros de que el viejo no iba a matarse y de que ninguna razón ni ruego lo haría bajar por las buenas, nos fuimos cada uno a seguir con lo suyo, convencidos de que terminaría por cansarse y bajar. Ramírez, sin embargo, no bajó.

Con el tiempo su presencia pasó a ser un detalle más de los que se invisibilizan por la costumbre y el desagrado. Volvimos a olvidarlo, a no escucharlo cuando nos gritaba su odio y nos insultaba.

Pero una mañana lo señaló al boticario ‑que era el jefe comunal ya en los días del accidente de Clara‑ y lo increpó cuando más gente transitaba a los pies del muro viejo: vos, Lorenzo Peñalba, sos la mierda más asquerosa en este pueblo de mierdas; y sabés bien por qué te lo digo radical gorila, traidor, ladrón, hipócrita, estafador, adúltero.

Lo de radical gorila, traidor, ladrón, hipócrita y estafador no escandalizó a nadie de los que sabíamos de las idas y vueltas en las convicciones políticas del boticario, nunca en claro si estaba o no con el tirano depuesto. Pero cuando se oyó claramente que lo acusaban de haber cornamentado a su esposa y vaya uno a saber a qué otro marido del pueblo, simultáneamente los que por allí andaban se dieron vuelta para mirarlo. Peñalba insinuó una sonrisa y dijo: pobre viejo, pobre doctor, qué loco está, pobrecito. Y se metió rápido en la farmacia. La noticia corrió por todo el pueblo y en dos minutos ya todos sabían que el "compañero" le metía los cuernos a su esposa.

Los hombres en las mesas del bar de la plaza y las mujeres allí donde las encontrara la charla, midieron pasos, sacaron cuentas, especularon sobre horarios, visitas, movimientos, favores recibidos y favores otorgados y finalmente dos nombres quedaron más o menos consensuados: los de Chiquita y Gabriel Colabianchi. Era lo más obvio: ella, maestra de manualidades de un carácter "alegre" que recordaba a la difunta, y él un gris miembro del Partido Demócrata Progresista, eterno secretario de lo que fuera necesario en la administración de la comuna y que solía regresar a la casa, desde el trabajo, muy entrada la noche.

Quedó establecido: la Colabianchi era una puta, el Colabianchi un cornudo y Peñalba un inmoral. Las fuerzas vivas del pueblo no podían admitir semejante mancha en el corazón mismo de la comunidad. Los vecinos decidimos movilizarnos a la plaza para pedir sus cabezas; claro que no literalmente, se entiende; solamente queríamos sus renuncias y destitución. Pero los involucrados se asustaron al ver las antorchas que portábamos los manifestantes y se encerraron en la casa comunal.

La idea de las antorchas se le había ocurrido a mi mujer, presidenta del club de lectura e íntima amiga de la esposa del boticario; la marcha era a la tardecita y ella insistía en que nuestras protestas de gentes decentes tenían la obligación de ser estéticamente hermosas para diferenciarse de los incivilizados rejuntes que enchastraban los espacios públicos con sus gritos de primates, sus carteles mal escritos y el humo de chorizos.

El jefe y los Colabianchi, al ver que nos acercábamos, fuego en mano, para entregar nuestro petitorio, cerraron puertas, ventanas y postigos. Nosotros estábamos decididos a que se respetara la voluntad soberana y no nos iríamos de allí hasta ser escuchados. No quisieron recibirnos y la paciencia fue escasa; comenzaron a exigirnos que forzáramos la salida del boticario y los cornudos para que firmaran sus renuncias en el acto. Las voces se multiplicaron al instante y así como estalla un polvorín a causa de un chispazo miserable, las honras mancilladas de nuestro pueblo arremetieron contra la casa comunal y le dieron fuego, empezando por la imagen del tirano y la difunta. Cuando las llamas ganaron la madera de las ventanas y los cortinados, la euforia nos invadió y gritamos como lobos al cielo. Ahora tendrían que salir espantados de la cueva, los inmorales, como las ratas indignas en las que se habían transformado a nuestros ojos. Pero no salieron.

Las llamas consumieron la casa y nuestra euforia. Alguien sugirió llamar a los bomberos voluntarios, creo que fue el cura; era inútil, ya estábamos todos ahí y además poco quedaba por quemarse. Las últimas voces se apagaron junto con el fuego.

¡Hijos de puta! ¡Ignorantes hijos de puta! -se oyó al viejo Ramírez, que gritaba desde lo alto del muro; y en ese silencio nuevo empezamos a escucharlo otra vez. ¡Hijos de puta todos y cada uno de ustedes! ¡Asesinos! ¡Hijos de Puta! ¡Especialmente vos -dijo señalándome‑ comisario gorila, traidor, ladrón, hipócrita, estafador... adúltero hijo de una gran puta!

Con mi madre no, pensé. Y Ramírez cayó sobre las hojas ya secas del gran nogal de la plaza, cadáveres grises de finales de mayo de aquél año prometedor. El médico rosarino certificó que murió por el golpe de la caída accidental, tal vez un salto al vacío al grito de viva el tirano depuesto; y no por un disparo que no hice y que por supuesto nadie oyó. 

Triste día para nuestro pueblo aquél en el que una crisis se llevó a cuatro de sus más reconocidos vecinos; y es justo recordarlos, aún cuando en los últimos de sus días hayan desacatado las más elementales normas de convivencia que custodiamos con ahínco las siempre alertas fuerzas vivas de nuestra honorable comunidad.