“Después de sobrevivir a un ataque bovino casi mortal, un chef desfigurado de cafetería (Wade Wilson) lucha por cumplir su sueño de convertirse en el barman más caliente de Mayberry mientras aprende a lidiar con la pérdida de su sentido del gusto. Buscando recuperar el sabor de la vida, así como un condensador de flujo, Wade debe luchar contra ninjas, los yakuza y un grupo de caninos sexualmente agresivos, mientras recorre el mundo para descubrir la importancia de la familia, la amistad y el sabor, encontrando un nuevo gusto por la aventura y ganando la codiciada taza de café con el título del mejor amante del mundo”. La sinopsis oficial de Deadpool 2 adelanta poco de la historia pero bastante acerca de su tono zumbón, satírico e irreverente, el mismo que un par de años atrás le permitió a la primera entrega convertirse en un sorprendente éxito de crítica y público. Quienes se arrimen hasta una sala buscando (más de) lo mismo, adelante, pues la van a pasar bárbaro. Quienes, en cambio, aspiren a algo más que una acumulación de referencias metadiscursivas, que por favor pasen de largo, porque definitivamente ésta no es su película.

Dirigida por el exdoble de riesgo David Leitch –“uno de los tipos que mató el perro de Keanu Reeves en John Wick”, según lo presentan las jamesbondianas placas del comienzo–, Deadpool 2 cumple con lo que promete tomándole nuevamente el pelo al mundo circunspecto y seriote de los superhéroes a través de un humor absurdo, infantil, sarcástico y agresivo, cuando no los cuatro. El problema es que ese piso es a la vez su techo. Dos escenas paradigmáticas, una al principio y otra al final. En la primera, la cámara se detiene en un muñequito de Wolverine en pose Pietà –la misma que adopta en el personaje para morir en Logan– mientras Wade (Ryan Reynolds, comodísimo con su futura franquicia) se lamenta porque ese personaje le robó su récord. ¿Qué récord? El de la película de calificación R con mejor arranque comercial, que ostentó Deadpool hasta que lo destronó la última aventura del emblema de X-Men. Dos horas después, entre los créditos finales se lo ve Reynolds disparándose mientras sostiene un guión de Linterna verde. ¿Y la gracia? Reynolds había apostado fuerte por aquel proyecto que, sin embargo, terminó en un fracaso que amagó con acabar con su carrera. Podría enumerarse al menos un chiste por secuencia que sólo funciona en la medida que se tenga el background para hacerlo dialogar con las situaciones a las que referencia: que las producciones de Warner-DC son oscuras, que las mamás de Superman y Batman se llaman Martha, que Josh Brolin también hace de malo en Avengers, que la pelada del profesor Xavier de X-Men...

No deja de ser un problema apostar a un humor que basa su eficacia en notas al pie, porque ya no se está ante una película sino ante un licuado de guiños. Un licuado gracioso y divertido en la medida que se lo digiera con quince años de películas de superhéroes a cuestas. En ese sentido, Deadpool 2 es a los encapotados lo que Jean-Luc Godard dando una conferencia vía Facebook en Cannes para la cinefilia: un gesto que sólo decodificarán –y posiblemente celebrarán– aquellos familiarizados con la estirpe y tradición de su protagonista, un chascarrillo interno, de reunión empresarial de fin de año, devenido en acto público y planetario. Lo nuevo, lo raro o lo distinto de la segunda aventura de la oveja negra de Marvel, aquello que la particulariza sobre el resto, es la autoconciencia con que asume su rol de mash up pop, además de la tenacidad para jamás moverse de esa zona de confort. Poco parece importar el resto, empezando por un arco narrativo que atraviesa las postas habituales del género de los encapotados. ¿Que se los toma para la chacota? Puede ser, pero hacerse el superado para terminar cayendo en los mismos lugares comunes que satiriza no es inteligencia ni incorrección política; es, a lo sumo, el pataleo de un nene caprichoso.