Vivimos en un mundo en el que, gradualmente, las imágenes han sustituido a las palabras, a los razonamientos,  y en especial,  al debate crítico sobre la realidad. Hace ya mucho tiempo que Givoanni Sartori había advertido que el ser humano sustituyó su capacidad de discurrir por el acto de ver. Más aún, llegó a afirmar que estábamos ante una mutación genética, en estos términos: “La televisión no es sólo instrumento de comunicación; es también, a la vez, paideía, un instrumento “antropogenético”, un medium que genera un nuevo ánthropos, un nuevo tipo de ser humano”. Y eso que el famoso pensador italiano aludía fundamentalmente a los efectos de la televisión, sin imaginar la parafernalia técnico-comunicativa que se le acoplaría  a la TV en los 30 años siguientes. Por cierto, quienes superamos los setenta de vida tenemos grandes dificultades para entender tales mutaciones, e interpretar si  su naturaleza posee causa eficiente para  muchas cosas que ocurren en la vida social, o si sólo se trata sólo de  una concausa más, entre los fenomenales cambios que nos afectan y modifican la vida.

Pues bien, aceptemos, por un momento, que una imagen es más poderosa que mil palabras y apliquémosla al actual gobierno, justamente el que más y mejor ha sabido valerse de la simbología en la historia argentina. Para ello, elijamos aquí tres secuencias de los medios públicos de comunicación, en las que  creo ver, con notable claridad comunicativa, gestos que nos ahorran mil discursos:

Una: El Presidente Macri pronuncia un discurso, en el que afirma: “Tenemos que volver a generar trabajo en la Argentina” Y la bandera nacional  se le cae encima.

Dos: Durante su visita en Buenos Aires, la representante del FMI, la elegante señora Lagarde, aristocrática pero con mejores modales (franceses) que otra Dama de Hierro europea, le ajusta, en un gesto maternal (¿paternal?) el nudo de la corbata (corredizo, claro) al Presidente Macri.

Tres: En Washington, en su entrevista relámpago con la misma señora Lagarde, nuestro dispendioso ministro Dujovne aparece pequeño, desvalido, y pálido ante ella, casi como un ignoto soldado raso rindiéndose ante un mariscal de campo.

¿Es necesario agregar algo más al poder demoledor de estas tres secuencias? Estimo que no, aunque  nuestro gobierno parece creer que ya ni sus  imágenes montadas, ni sus globos de colores bastan para continuar seduciendo a los crédulos. Y manda al frente a su lenguaraz oficial, el señor Marcos Peña, quien insiste, mediante fascinantes aluviones de palabras huecas, que estamos muy bien, que vamos estupendamente, directo  hacia la felicidad, que su gobierno no comete error alguno, y que la culpa de todo la tuvo el otro, como en aquél viejo film con Luis Sandrini. Y para concluir con las imágenes, imagino esta: que el señor Marcos Peña Braun es el capitán del Titanic, confortablemente ubicado en cubierta, sonriendo y explicando a los pasajeros despavoridos que el agua que está entrando en el buque estaba programada (fríamente) y que se trata nada más que de un método ultra rápido para lavar los camarotes.

Y me permito completar este recorrido “imaginario”, evocando la última escena del film de Kubrick, El doctor insólito o como aprendí a amar la bomba cuando florecen bombas atómicas por todos lados, a resultas del inicio de la tercera guerra mundial, mientras la letra de la banda sonora canta: “volveremos a vernos, en algún lugar del universo…”

Por cierto, deseo estar totalmente equivocado, y que las sensaciones que estas imágenes me provocan permanezcan en el plano de mi pura ficción tremendista, como cuadra a un viejo mal adaptado a la comunicación electrónica, que todavía no es capaz de interpretar aquello que le muestran las pantallas. 

* Profesor asociado consulto (UBA).