Lo siguieron a todas partes, lo enfrentaron con máscaras y carteles que gritaban No al negacionismo en la cultura cuando Darío Lopérfido iba a inaugurar la Carpa de Circo en Parque Patricios. Fue el momento más estridente de una sumatoria de acciones que llevaron los recursos del teatro a la calle para provocar consecuencias a nivel institucional. 

La renuncia de Lopérfido al Ministerio de Cultura de la Ciudad de Buenos Aires tuvo como soporte procedimientos de la ficción que se mostraron como armas políticas. Si Hamlet buscó la aparición de una retractación pública a partir de la escenificación de la muerte del rey, los distintos grupos que unen el ejercicio estético con la militancia saben que la escena pública necesita trabajar sobre una dimensión de lo espectacular que se ha vuelto rutina. Si la política lastimó la noción de credibilidad, la intromisión de la dramatización en lo real puede despertar una mirada crítica.

El activismo no apeló a la masividad, funcionó por acumulación. Al final de una obra de teatro se leía una carta de protesta o se hacía escuchar al público la voz afelpada de Lopérfido con esa insistencia vetusta en el número de desaparecidos. No fueron 30 mil según el actual director del Teatro Colón y allí se actualizó el conflicto. Una sensibilidad debía derramarse porque si Alain Badiou considera que la potencia política del teatro reside en su estar presente, también entiende que “el teatro congregará verdaderas multitudes cuando haya construido políticamente un real de las multitudes.”

Estas acciones performáticas que fueron impulsadas desde colectivos pertenecientes a las artes escénicas como el Foro de Danza Acción y el Teatro Independiente Monotributista, abren una discusión sobre las formas de militancia. Si en los años 80 las performances realizaban un trabajo más sutil sobre lo real al discontinuar comportamientos que se asimilaban al transcurrir de la ciudad pero que llegaban a ser percibidos como anómalos, como detalles ficcionales que dejaba escapar una improvisación callejera disimulada, hoy la performance debe intervenir en una ciudad saturada de expresiones sindicales y sociales. Para eso necesita hacer de la protesta una armadura teatral que capture la atención pero que, a su vez, produzca pensamiento. Lo que el teatro aporta a la militancia es su arsenal simbólico. 

Si el debate sobre el teatro político reaparece y nunca se completa, este año, al ofrecer sus herramientas a las batallas que se dan en la calle, el teatro ayudó a capturar esas escenas para conmover y borrar el lugar de espectador/a en el plano social. Una idea que se asomaba al transitar el Congreso de Escena Política que se realizó en octubre. Allí las caminatas sonoras y las conferencias andantes se inspiraron en el autonomismo italiano que apunta a trabajar en situación, a un poder que se ejerce desde la transformación del entorno cercano y que dialoga con el movimiento de mujeres donde cada singularidad habla desde su propia historia y se repiensa y reconstruye a partir de su deseo. Donde ninguna es reemplazable por otra. Son cuerpos que están en la calle para producir una tensión política que cambia las condiciones en las que se asienta lo real. Y hay una relación entre esa cuantificación de los muertos que realiza Lopérfido, donde pareciera que el número achica o magnifica el drama y cada mujer asesinada como si nuestras vidas, las de todas las mujeres, valieran menos. Frente a esas prácticas que intentan volver la vida superflua, el teatro y la danza buscaron recuperar la relación con lxs otrxs, el vínculo, una política de la calle que identifica e implica y que no puede acortarse a una obstrucción del tránsito, como le gusta al discurso radiofónico definir a la protesta, porque rescata algo del acto mínimo, casi inútil que en su persistencia logra correr la frontera política en una nueva versión del No pasarán.