Miguel Arata, yesero de profesión, no sólo pensaba que el baño era uno de los lugares más íntimos que existen en una vivienda, también había construido el suyo en el final del terreno, rodeado de jazmines, distanciado del resto de las habitaciones. Posiblemente aquella construcción enorme, mi primera biblioteca azulejada, no era más que un homenaje al excusado de su Chabás natal. Pisando recuerdos, solía recorrer un camino de ladrillos, separador desparejo entre una huerta siempre verde y una hilera de naranjos, pegado al gallinero y lindero a la caballeriza de don Chamorro, al que mi tío solía volver con relatos nostalgiosos entre relinchos, cacareos y un fuerte perfume a azahares. Las publicaciones de editorial Columba, prolijamente apiladas, acomodadas según su orden de aparición en distintos estantes de madera, fueron las culpables de mis largas horas de estadía en dicho lugar, sólo interrumpido por nerviosos golpes en la puerta de chapa propiciados por ansiosos futuros ocupantes. Me gustaba torcer el rutinario camino de la escuela hacia el altar mundano con sombra de parra, cubierto con una mantel de hule floreado, rodeado de andamios, llanas metálicas, ferros, escaleras... siempre presto a la ceremonia del mate amargo con bizcochos Campeones, en donde el artesano me regalaba sermones exclusivos para hombres. No le gustaban las avenidas, prefería las calles de una sola mano. Tampoco le caían simpáticos los manteles doble faz. La palabra debía ser un valor de ida, sin vueltas ni traiciones. "La vida es un río que desemboca siempre en el cementerio. Lo único imprescindible en el mientras tanto, es contar con un amigo. Nippur es el mejor amigo de papel que he conocido", me confesó una tarde mientras se acomodaba en su sillón de mimbre con la intención de leer un D'Artagnan recién comprado. Admiraba sólo a una clase de hombres, los que trabajaban y dentro de ellos a los que lo hacían manualmente. Miraba de costado a los inútiles ilustrados que decidían el precio de aquello que no sabían hacer. Si bien entendía que la esencia humana es siempre la misma, le gustaba detenerse a filosofar sobre las diferencias superficiales. Siempre usaba los mismos ejemplos. "Yo no alimento vagos", sostenía que era un refrán que nunca se lo había escuchado decir a un hombre. "El cornudo es el último en enterarse", aseguraba que no tenía registro en versión femenina. Solía repetir una frase de su autoría, "más difícil que encontrar una mujer en el cine Sol de Mayo". Fanático de las historietas, sólo hablaba de lo que creía saber, motivo por el cual, nada tenía para versar sobre Corín Tellado. En una oportunidad, el hombre de manos blancas, se enojó dos veces con este aprendiz de cebador. El primer motivo fue por mi creencia de que Robin Wood era un guionista yanqui. El segundo enojo provino de mi carcajada al enterarme de su origen paraguayo. "Como se nota que en la escuela todavía les hacen pintar a los países hermanos con los distintos colores de la discriminación. Ojalá que tus hijos puedan pintar el mapa de América Latina con un solo lápiz". Su pensamiento en voz alta me dolió más que un reto. A pesar de su aparente visión simple y concreta de la vida, su discurso era ambiguo. Aseguraba que todos nacíamos con una música escondida, que nuestra misión era buscarla dentro nuestro, encontrarla y hacerla sonar. Decía que el arte era la forma de musicalizar nuestra esencia, la única manera de transformar nuestras vidas, de salvarlas de la mediocridad. "Puedo presupuestar un trabajo teniendo en cuenta el material, el tiempo que me puede llevar, la ganancia que considero justa, pero cómo hago para presupuestar mi arte, mi expresión, mi necesidad de quedar en cada revestimiento de columnas, en cada moldura de los cielorrasos, en donde dejo lo mejor de mí, consciente de que mi obra me sobrevivirá, sabedor que renaceré anónimamente en cada ser que la admire, igual que revive el héroe sumerio cada vez que un joven lo lee por primera vez. El arte, sobrino, no tiene precio, porque el alma tampoco lo tiene". El artista murió joven. Su noble corazón guerrero no pudo soportar el dolor de la enfermedad terminal de uno de sus nietos. Intenté refugiarme en libros en los que no necesitaba la ayuda extra de un dibujante para imaginarme escenas que disparaban sus palabras. Mi primera biblioteca de valores, posiblemente fue botín de algún botellero. Las manos suelen ser el primer documento que presentan las personas. Manos callosas y arrugadas abrazaron con ternura la nueva edición de Planeta. Entre todos mis clientes del relanzamiento de lujo de Nippur de Lagash, me llamó la atención Eduardo, un joven al que su vestimenta salpicada por distintos colores delataba su oficio de pintor. Me animé a preguntarle que lo ataba a este comic de los años setenta. Después de levantarse la botamanga de su pantalón para mostrarme un tatuaje de su ídolo con un ojo tapado en su pantorrilla derecha, como señal de su fanatismo, me regaló su historia, la cual escuché perfumada con un fuerte olor a jazmines. "A mí me crió mi abuelo, señor. Me hacía dormir leyéndome estas historias. Como mejor herencia guardo todo el material envuelto en papel celofán. Algún día se las pasaré al hijo que no tengo. Mi nono siempre repetía, Nippur es el mejor amigo de papel que pude tener en esta vida".

 

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