Uno de los intelectuales contemporáneos más lúcidos en el campo del psicoanálisis tiene claro que el mandato familiar no opera solamente sobre sus pacientes sino que también dejó su huella en él mismo. El italiano Luigi Zoja se recibió de economista antes de dedicarse al psicoanálisis junguiano, dos disciplinas que dejan entrever que los números no tienen cabida en el universo humanístico. Así explica Zoja su mandato familiar: “Mi papá, mi abuelo y mi bisabuelo tenían una pequeña empresa. La familia era bastante tradicional y, entonces, no me surgió otra idea que hacer lo que habían hecho ellos. Era una familia antifascista y yo pertenecía al movimiento estudiantil. Ahora creo que fue para no traicionar a mi papá y a mi abuelo”, dice Zoja, casi como si estuviera en el diván pero del otro lado del que se ubica el analista. Posteriormente, estudió en el C. G. Jung-Institut de Zúrich, donde además fue profesor. Entre 1984 y 1993, Zoja ya tenía claro que los números eran solo un recuerdo y en ese lapso fue presidente del Centro Italiano de Psicología Analítica, mientras que entre 1998 y 2002 ocupó el mismo cargo en la International Association for Analytical Psychology, que agrupa a los psicoanalistas junguianos de todo el mundo. Para ese entonces, también era un recuerdo la sensación de que la filosofía era algo “tan abstracto, tan difícil” y que cuando estudiaba Economía le había hecho sentir que “no tenía la imaginación suficiente”. Ni siquiera para ser psicoanalista. El tiempo, a veces, tuerce la historia.

Zoja vino a la Argentina a presentar su nuevo libro Los centauros. En los orígenes de la violencia masculina (Ed. Fondo de Cultura Económica), donde analiza los motivos del centaurismo como contagio psíquico y recorre sus manifestaciones, desde la esclavitud sexual de las mujeres nativas durante la colonización de América latina hasta la Segunda Guerra Mundial. El centauro es una criatura mitológica, mitad hombre y mitad caballo, que debe combatir su deber racional con sus impulsos animales. Pero Zoja también tiene publicados otros dos libros esenciales: La muerte del prójimo y Paranoia. La locura que hace la historia (ambos también de Fondo de Cultura Económica), entre su vasta bibliografía. En el primero señala que durante milenios un doble mandamiento rigió la moral judeo-cristiana: ama a Dios y a tu prójimo como a ti mismo. A fines del siglo XIX, Nietzsche anunciaba la muerte de Dios. Y Zoja se pregunta si en la actualidad ha muerto también el prójimo, en plena era de la soledad del hombre hiperconectado sólo en apariencia, y en un momento de la historia en el que el aislamiento no  hace pensar al ser humano en los demás; es decir, en el prójimo. El segundo libro mencionado reconstruye, a través de un abordaje que combina la psicología con la historia, la dinámica, la perversidad y la fascinación de la paranoia y su poder de contagio psíquico pandémico. Zoja busca demostrar de qué modo algunos paranoicos, como Hitler o Stalin, alcanzaron el “éxito” por su capacidad de despertar la paranoia dormida en los hombres comunes y cómo se instaló la paranoia en las estructuras de poder desde hace muchos años.   

–¿Los sistemas políticos actuales tienen cimientos paranoicos?

–No se puede generalizar demasiado pero, en general, sí. La cosa es compleja porque en Europa, en la primera mitad del siglo XX, hemos tenido dictaduras que, por definición, fueron paranoicas porque tuvieron que simplificar buscando enemigos, chivos expiatorios y operaron siempre en ese marco, como pasó también en la Argentina en los años 70 con la dictadura militar. No soy un especialista de esto, pero la dictadura argentina fue la más criminal y masacró a mucha más gente que las otras del continente. Esto tiene que ver con que fue la más ideológica y la paranoia es un instrumento de multiplicación de los rasgos peligrosos –en la mayoría de las veces– de la ideología.  

–Usted parte de la premisa de que la paranoia tiene una dimensión colectiva. ¿Cómo se relaciona esto con la categorización de “paranoicos exitosos” de Hitler y Stalin, como los define en su libro?

–Se ve en los libros de historia. Eran “paranoicos exitosos”. Buscaban un chivo expiatorio y aparentemente eso funcionaba. Tenía que ver con la simplificación total en períodos de crisis, a la que llamamos paranoica, en el sentido de que hubo una propaganda radical: el “Tenemos que matar a todos los enemigos”. Cuando se habla del nazismo en Europa se refieren a Hitler pero, por ejemplo, en Francia, un país que tiene una buena tradición de democracias, hubo publicaciones que decían que “los alemanes son físicamente y genéticamente diferentes”. La crisis, la inflación más devastadora que nunca se había visto crearon una inseguridad colectiva total y eso es un buen terreno para una semilla paranoica.

–La diferencia entre el psicópata y el paranoico, más allá de que pueden existir formas mixtas, es que el primero no tiene sentido moral y por eso no puede sentirse culpable, mientras que el paranoico está convencido de actuar moralmente. ¿Cree que por algo de esto para Hitler los millones de muertes de personas fueron solamente un detalle?

–De alguna manera, sí. Y para Stalin también. Operaron como el médico o el cirujano de la historia: el paciente sufre un poco, le dejamos un poco de anestesia, pero es necesario para el “bien” futuro del paciente. Y para relacionarlo con lo que me preguntó antes sobre la dimensión colectiva de la paranoia, hay que señalar que, a diferencia de otras enfermedades, es como una posesión en la masa.

–¿La paranoia que usted describe en Hitler consistiría en un delirio sobre un complot del pueblo judío?

–Seguramente era uno de los principales. Nunca trató de ofrecer pruebas sino que estaba convencido. Era como una iluminación. En un capítulo menciono una descripción: hay como una iluminación en la paranoia. Es la piedra fundacional, la idea se queda petrificada y no va a cambiar: la idea de que “los judíos son el mal”. Después, otros razonamientos pueden ser discutibles, pero eso no se va a cambiar. Entonces, no tiene sentido una discusión con un paranoico duro porque en toda la demostración va a repetir esta fundación originaria. Es un delirio de una revelación cuasi religiosa que tienen.  

–En esta conexión que establece entre la paranoia y la historia, ¿la figura de Joseph McCarthy es también la de un paranoico?

–Sí, tenía un rasgo típico de la paranoia, que también lo tenían Hitler y Stalin: el de hacer alusiones. El decía: “Como sabemos, hay un complot”. Los periodistas le decían: “Senador McCarthy, pero si el complot es tan grande e involucra a Estados Unidos, ¿no va a ofrecer pruebas?”. El señalaba: “No puedo, porque precisamente, como es un complot enorme y muy secreto, hay demasiados tipos involucrados en el complot”. Acá empieza el proceso mental circular de la paranoia: una consecuencia se vuelve una causa de otra paranoia. No se puede demostrar nada, simplemente el tipo vuelve a repetir la misma argumentación. No hay detalles, no hay pruebas del complot y, a la vez, se cree que el complot es generalizado.

–¿El problema de los líderes de los totalitarismos es que buscaron convencer a los pueblos desde un discurso pseudoracional?

–Sí, y eso tiene que ver con otra denominación de la paranoia, que es una de las más antiguas definiciones psiquiátricas. La psiquiatría francesa la llamaba “locura lúcida”, porque hablando con un paranoico duro se ve que tiene una capacidad de razonar bastante buena, sólo que se basa en esa idea petrificada que mencionaba antes. No se discute sobre eso. Es como la religión: no se discute de Dios, se discute de otros detalles.

–Usted señala que todos tenemos una dosis de paranoia porque si no correríamos riesgos. A diferencia de las personas que no tienen este trastorno, ¿el paranoico se cree su propio delirio?

–Un poco de sospecha es normal. Todos los procesos mentales son normales en una cierta medida. En la primera mitad del siglo XX, era muy típico el paranoico hard y ahora en la segunda mitad está el paranoico soft. Por ejemplo, en Italia hemos tenido a Berlusconi que, cuando algo le iba mal, decía que era un complot de los jueces de Milán (mi ciudad y la de él). Y señalaba que eran “todos izquierdistas y comunistas”. Fue bastante increíble. Incluso, una vez me invitaron a un programa de la televisión estatal donde se discuten libros. Un tipo que era opositor a Berlusconi me había prometido no hablar de política y cerca del final de la transmisión, dijo: “Yo no quiero conocer su análisis político. Yo sólo quiero preguntarle a usted como buen clínico y psicoanalista, si alguien habla como este señor (Berlusconi estaba hablando de los jueces), ¿es algo  paranoico?”. Se dice que no es profesional juzgar casos que uno no conoce personalmente. Yo le dije si quería saber mi opinión se la daba. Es interesante decir que hay muchísimas formas mixtas. Puede pensar que sea una buena propaganda echar la culpa de esa manera y después empieza a autoconvencerse. Como decía, la paranoia tiene carácter autotrópico: aumenta la sospecha.

–En relación a su libro La muerte del prójimo, ¿cómo cree que se llegó a un nivel de tal aislamiento que nadie es prójimo de nadie?

–Simplificando mi análisis, es el anonimato de la condición urbana. Según Naciones Unidas, entre 2007 y 2008; es decir, hace diez años, la población mundial fue mayormente urbana. Y va aumentando rápidamente porque cada año hay millones de personas que dejan el campo. Y el anonimato es totalmente innatural. Un antropólogo estadounidense ha calculado que el sistema nervioso de los humanos tiene la capacidad de conocer entre 100 y 150 personas. Después, no tenemos sentimientos. Es una función de la evolución natural porque tenemos que tener una solidaridad entre hermanos, por ejemplo. Después de esa cifra, nuestra memoria empieza a confundirse y se vuelve algo totalmente innatural. Por eso, cuando tomamos el metro somos cien personas todas desconocidas y no nos va tan bien: hay agresividad, hay acoso sexual y todo tipo de problemas porque es una cosa muy innatural. Se dice que Facebook o las redes sociales no son artificiales porque “tengo mil amigos”. No existe. Eso no corresponde a ningún sentimiento ni emoción verdadera.

–¿La alienación es uno de los factores que intervienen en este mundo donde se ha puesto distancia del otro?

–Sí, la alienación no es sólo la del obrero en el siglo XIX, como había dicho Marx. Se volvió algo universal en las ciudades actuales. El otro factor es mucho más reciente (la urbanización extrema es una cosa del siglo XX): entre el final del siglo XX y este siglo es la tecnología porque contactamos y tenemos la ilusión de tener relaciones, pero no las tenemos. Yo lo veo como analista. Se vuelve como agresivo: uno se pelea con otro que es un concepto abstracto. No tiene relación con él. Y esto se vincula con otro de mis temas, como el de la identidad masculina: en los varones hay un consumo enorme de pornografía y un hombre simplemente tiene la ilusión que en alguna parte hay centenas, miles, millones de cuerpos de mujeres “disponibles”. Es totalmente abstracto y prácticamente se ve algo humillante en adultos que regresan como adolescentes a la masturbación. Esto también pasa en un departamento donde hay un tipo con su compañera o, incluso, con su mujer, que él ha elegido y que duerme a dos o tres metros y, en lugar de acariciarla, busca “otros” cuerpos. Esto pasa. Es la adicción a la tecnología porque tu pareja es una persona real. Entonces, una vez te va bien, hacen el amor, y otro se pelean. Esa es la vida humana normal. Con el porno no tienes ningún riesgo: están todas “disponibles”.

–¿Los medios favorecieron el aislamiento o la misma sociedad creó el aislamiento del individuo y las nuevas tecnologías de comunicación son sólo herramientas?

–Tiene razón: son herramientas. Con una buena educación, uno podría emplear los medios como una posibilidad. Podría limitarse al uso, pero lo que vemos cada día es el abuso de los medios. Primero, a los chicos se les da el teléfono celular con la conexión a Internet demasiado temprano. Mi mujer también es analista y tenía un paciente de siete años que ya era adicto a la pornografía. El le decía a mi esposa: “No entiendo qué es pero no puedo parar de verla”. Es decir, cómo el contacto con una dimensión para la cual se necesita una educación y una presencia de los padres es algo totalmente autónomo. Hay muchos chicos de familias burguesas que tienen bastante plata, a los que les regalan el teléfono cuando están en la escuela primaria.

–¿Cómo es eso de que el concepto de persona se ha vuelto bastante abstracto, como señala en La muerte del prójimo?

–La identidad digital que tenemos en imágenes, en las fotos, etcétera se vuelve más importante que nuestra identidad real. Ese es el riesgo que ninguno verdaderamente se ocupa o preocupa por desarrollar su personalidad y sus capacidades. Eso es algo que ya decía el primero de los grandes autores trágicos griegos: Esquilo. En Agamenón dijo: “Los humanos prestan más atención al parecer que al ser. Y esta es una injusticia”.

–El falso self...

–El falso self, sí, desde una perspectiva clínica, pero me parecía que mucho antes, en la antigüedad se hablaba de ese riesgo humano.         

–¿Cómo llegó a la conclusión de que el psicoanálisis surgió como consecuencia del incremento del aislamiento social?

–Bueno, eso ya se ve en Freud. El hablaba de las mujeres y de la represión sexual excesiva, pero en la sociedad burguesa de finales del siglo XIX ya había demasiado formalismo. Como decía antes, se estaban multiplicando las grandes ciudades y se convertían en el modelo a pesar de tener las potenciales enfermedades psíquicas, como el culto a la apariencia, la intolerancia, etcétera. Aun cuando el psicoanálisis nació como curación de la histeria femenina, en tiempos en que se negaba a las mujeres la información sobre la sexualidad, cuando esto desapareció (porque no es hoy el problema) sigue el psicoanálisis porque tenemos problemas existenciales y de identidad. 

–Usted relaciona el mito del centauro con la construcción de la identidad masculina. ¿Podría señalar cómo llegó a esta conclusión?

–Eso fue después de estudiar al padre que, en resumidas cuentas, es como un tapón para limitar a los instintos. Esto ya lo decía la antropología. Uno tiene que educar a los varones. El problema es que ahora, con la crítica a los excesos del patriarcado, muchas veces se tiró a la basura no sólo el patriarcado sino el padre, que es una estructura familiar necesaria.

–¿La violencia sexual es una forma de regresión del género masculino?

–En ese sentido, sí. Tenemos que tener una identidad masculina. En los años 70 se decía en el movimiento político al que pertenecía que íbamos a tener cambios políticos, sociales y psicoanalíticos, incluso, una sociedad más balanceada, con más valores femeninos. Entonces, la idea era que los gobiernos gastaran menos en armas y más en los servicios sociales que son “una prolongación” de la función materna. Hoy hay más derechos femeninos, se habla al fin en toda Latinoamérica del derecho a la interrupción del embarazo, por ejemplo. Sin embargo, la sociedad de hoy es pospatriarcal pero no es femeninocéntrica. Me parece que es más machocéntrica, incluso en el sentido problemático de la palabra “macho”.