El fatalismo, el regodeo con el fracaso ajeno, la muerte trágica o temprana rinden bien en cine, en el arte en general. Fue con esos elementos que los argentinos Armando Bo (nieto) y Nicolás Giacobone construyeron una carrera de éxitos (ácido mérito, convertir el fracaso de otros en triunfo propio), desde que uno de sus guiones –el de Biutiful, 2010– permitió al rey de este rubro, el mexicano Alejandro González Iñárritu, ser nominado por segunda vez al Oscar a Mejor Film en Lengua Extranjera. Allí, el personaje de Javier Bardem sufría tantas y tan grandes (e insólitas) desgracias como ningún otro en la historia del cine, ni antes ni después. Al lado de eso, que Michael Keaton se tirara de una ventana cinco años más tarde, en Birdman (Oscar al Mejor Guion Original), por creerse capaz de volar, no era nada. También se suicidaba el protagonista de El último Elvis (2011), escrita por Bo y Giacobone, y dirigida por el primero de ellos, un replicante de Presley que lo hacía un poco porque era un pobre tipo, y otro poco para completar su fantasía de “ser” Elvis. Tiene algo más de fortuna el personaje de Guillermo Francella en Animal, opus 2 de Bo. Aunque a partir de determinado momento su vida se convierte en un descenso a los infiernos sin escalas, empujado a ello desde el guión (nuevamente escrito con Giacobone).

En la escena introductoria –un plano secuencia tan largo, virtuoso y exhibicionista como tantos de González Iñárritu– queda claro que de allí en más no puede haber otra cosa que no sea una caída. Es tan perfecta y sobreactuada la felicidad familiar de los Decoud, desde el momento en que se levantan y toman el desayuno (la escena parece una publicidad de una leche chocolatada), que claramente lo que se está armando es eso. Nomás terminar el plano secuencia, con Antonio Decoud (Francella) saliendo a hacer jogging en la costa marplatense (la película transcurre allí, por algún motivo), para que la desgracia haga su primera aparición, como una flecha caída de un cielo ominoso. Del cielo del guion, que en las películas de Bo reina, por lo visto, tan soberano como en las de Iñárritu. Salto a dos años más tarde, y Antonio, sometido a diálisis, necesita un transplante de riñón. En caso de que no lo consiga, morirá. Teniendo en cuenta los antecedentes, más le vale cuidarse al protagonista de Animal, porque las chances de que eso suceda son altas.

Un poco como salidos de Biutiful y otro poco de Fargo (la película, más que la serie), en el camino del desdichado Antonio se cruza una pareja de lúmpenes. O lumpen él, porque la verdad que ella tiene un aspecto de lo más saludable, además de un cortecito Louise Brooks de lo más monono. El no. Da la impresión de no haberse cortado ni mucho menos lavado el pelo en toda su vida, anda con un sobretodo como del abuelo, luce una sonrisa tirando a siniestra, tiene los ojos inyectados en sangre y, francamente, no es lo único que parece haberse inyectado en los últimos meses. Créase o no, es a esta parejita a la que el algo iluso Antonio le ofrece un trato. El riñón de él (tienen el mismo grupo de sangre) a cambio de... lo que quieran. Quieren una casa (viven en una casa tomada, habitada por seres que parecen súcubos del infierno). Muy bien. Antonio les comprará una casa, invirtiendo todos sus ahorros. Pero van a querer más (no son pobres lúmpenes sino unas especies de larvas humanas, que ansían quedarse con todo lo que Antonio tiene y ellos no), y Antonio les va a dar más: su capacidad de autodeprivación no tiene límites. Si se quiere ver en unos y otro emblemas sociales, Animal se convertirá en una película de advertencia a los que más tienen.

Fotografiada con una luz que enturbia la imagen todo lo que puede, de modo de acentuar el clima, y (sobre)musicalizada con criterios discutibles pero audaces, en términos de estricta artesanía cinematográfica, Animal es un producto categoría triple A. Lo que mejor maneja Bo en el plano narrativo son unas elipsis propias del cine hollywoodense, al que ese recurso de supresión le sirve para agilizar el relato, anulando tiempos muertos. En ese plano específico tienen mucho para aprender los colegas del nieto de Armando Bo, que sabe saltar años, escenas y secuencias para hacer avanzar la narración. Parecida capacidad muestra el realizador de El último Elvis en la elección y dirección de actores, virtud que ya era notoria allí. Dejando de lado cierta tendencia al énfasis lastimero que Guillermo Francella suele mostrar en sus papeles dramáticos, así como momentos de un fraseo injustificadamente ralentado en Carla Peterson, que hace de su esposa (y que en la segunda parte de la película muestra una fibra dramática que no se le conocía), Bo tuvo el ojo suficiente como para elegir al notable Marcelo Subiotto para un papel secundario. Pero sobre todo a “la parejita lumpen”, Federico Salles y Mercedes de Santis, ambos excelentes, en intervenciones que se prestaban al espantajo marca biutiful.