Hay un momento de belleza cuando toma el pincel, la paleta, la pintura. El hombre cincuentón y juvenil, cordial y sencillo, vestido así nomás, siempre tocado de pintura —”la pintura no mancha”, dice siempre, “la pintura pinta”— y con un aire de excentricidad simpática, se transforma. La postura física cambia a una tensión útil, la mano usa el pomo de óleo como una herramienta de precisión, esgrime el pincel con el brazo estirado, se mueve con una exactitud inesperada. Y la mirada, esa mirada, se concentra y muestra su poder de ser algo como sólido. Cuando Ariel Mlynarzewicz mira para pintar parece dispuesto a confirmar eso de que pintar es mirar, es mirada, es un arte de observar, discriminar, entender lo que se ve. Es un milagro que la tela no se combe, que el modelo no se maree, que el bodegón no se derrita.

Lo siguiente es lo que surge de cualquier superficie que toca Mlynarzewicz, alguien que pinta cajas y telas, maderas y paredes, en un estudio de Boedo que no es un lugar para pintar, como descubrió Martín Caparrós, sino un lugar ya pintado. La energía de este artista se expresa en movimiento, en pinceladas fuertes como arquerías, en repentinos estallidos de colores puros y primarios, en impastos abrumados que contradicen y marcan la composición. Es un fluir de ideas expresadas, algo de alto impacto. Es imposible ser indiferente a lo que sale.

Lo que explica que Mlynarzewicz haya ganado el Premio Manuel Belgrano de este año, el viejo Municipal, en la categoría grabado con una pieza enorme y compleja, tumultuada y expresiva, una suerte de pendant a obras como las de la sudafricana Diane Victor, la de los amantes contrariados y los tiburones encerrados. La obra gráfica de nuestro argentino impronunciable llenó el MAMBA ya en 1995 y bastó verla para creerse el estudio técnico del autor: ya muy joven, Mlynarzewicz anduvo por el Louvre revisando chapas de grandes maestros, por Estados Unidos estudiando litografía, por Cracovia aprendiendo a grabar con Stanislaw Wejman y Jacek Sroka, por México y Chile exhibiendo, mirando, practicando. Fueron años de formación y de obra que tienen un pico en 1987 cuando viaja a Unquillo, Córdoba, y termina trabajando con el gran Carlos Alonso. Varias muestras conjuntas y un retrato de Mlynarzewicz en una pared de su estudio —con la inscripción “a mi único discípulo reconocido”— prueban el vínculo.

Pablo Piovano

En los años siguientes, Mlynarzewicz expuso en varias galerías, en el Centro Cultural Recoleta, en el Museo Nacional de Bellas Artes y en el Centro Cultural Néstor Kirchner, que de hecho inauguró con una muestra sobre Revolucionarios. Si uno se concentra en estas muestras de escala —más las de la difunta galería RO, tan bien preparadas— se puede ver una evolución y una continuidad. Como Alonso, Mlynarzewicz es un obsesionado con la técnica y con el dibujo, un artista en perfecto control de lo que hace que te deja mirando y envidiando un pie, una mano, la modelación de un rostro. Hay guiños, hay cuadros dentro de cuadros, hay azules impresionistas y negros goyescos, hay un reflejo bien digerido de Lucien Freud, al que le dedicó un viaje a Barcelona sólo para quedarse estudiando una muestra.

Lo que en un momento son fondos, superficies, entornos de colores vibrantes, en movimiento, gradualmente se va transformando en una materialidad concreta, en una capa aplicada de pintura modelada, una serie de ondas como de otra realidad que contornan figuras, las invaden, las emblocan. Hay un goce de apilar, de tantear, de buscar superficies que devuelvan la luz de otro modo, de divertirse en ver qué pasa. Esto culmina en los revolucionarios del Bicentenario que nos entrega un San Martín hecho puro movimiento pictórico, una carga de granaderos que parece salirse del marco, espátula cargada y trazo fuerte, arrasadora. Es una modernidad impecable para un personaje apolillado visualmente, una devolución de vida que termina en un retrato ecuestre que es pintura pura, un Rorschach de pigmentos donde se encuentra al caballo, a la guerrera azul, al galope.

Esta capacidad de evocar la realidad sin renunciar a la lealtad al acto de pintar es notable, tal vez una de las cuerdas que explican a algunos artistas. Uno, claro, se queda afuera adivinando, pensando lo que al protagonista le sale y listo, del ojo a la mano. Pero como Mlynarzewicz es además un docente apasionante, con veinte años en los talleres de la Asociación Amigos del Museo de Bellas Artes, es de los que terminan hablando de lo que hace. Y las palabras que aparecen son “alegría”, “placer”, “conexión”, “acto”, una suerte de refranero de la fisicalidad de la pintura, de la altura del mismo acto de pintar. Hasta el talento más modesto se puede abrir en sus talleres, se siente parte de algo, se anima.

Que es lo que se ve cuando el maestro esgrime el pincel o cuando toma de alguna mesa una de esas paletas para dar vuelta hamburguesas, la carga con lo que parece un pomo entero de óleo, la usa de hacha o de fratacho sobre una tela. Mlynarzewicz, pintor, padre dedicadísimo, excéntrico que sólo usa sandalias, pelado vocacional de cráneo afeitado, buen charlador, es un hombre feliz haciendo lo suyo.

Pablo Piovano