Cada año que pasa, Monzón es menos campeón, menos héroe nacional y menos boxeador. Cada vez más es el asesino de Alicia Muñiz.

Aquel febrero de 1988 la escena se congeló en dos fotos. Esta es la segunda, la de la reconstrucción del crimen donde por primera vez el brazo –considerado una escopeta por la mitología pugilística– aparece caído. Monzón se presenta vulnerable, vendado y con una fractura en el hombro, luego se supo que él mismo se había arrojado de ese balcón luego de tirar a su esposa “como una bolsa de papas” en busca de su coartada. La escena, con jueces, peritos y policías que miran hacia donde el cuerpo ya no está, parece copiada de un policial francés. Mientras que la otra foto, la que ocupó tapas de diarios y revistas, un descarte de película porno. Tomada desde este mismo balcón, a todo color, el cuerpo de Alicia Muñiz, desnudo, boca abajo y con las piernas dislocadas por la muerte violenta estaba respondiendo a la maldita pregunta: ¿pero qué hizo antes, qué tenía puesto ella para que le terminara pasando lo que pasó?

Monzón en el balcón mintiendo a sangre fría, la intervención falsa o providencial de un cartonero, la metáfora del basural que ronda al femicidio aparecen en el claro oscuro de esta imagen. Cada año que pasa, Alicia Muñiz pide ayuda y denuncia la violencia de su marido en comisarías, en las revistas, entre familiares y amigos. Su voz suena cada vez más clara y más fuerte.