En cuatro días de tensión máxima, del martes a ayer, Michel Temer logró algo insólito: dejó de ser un presidente ilegítimo para asumir definitivamente el rol de presidente decorativo. O, como dijo alguien, un ex presidente en ejercicio.

Hasta sus secuaces en el Congreso lo atropellaron de manera impresionante. Supuestos aliados, lo criticaron sin ceremonia o respeto, asumieron en un primer momento el mando, en una especie de parlamentarismo de última hora, y trataron de disminuir para siempre su figura, adoptando medidas de una torpeza impar para solucionar la crisis surgida a raíz de la huelga de camioneros.

Otra hazaña de Temer, que hizo que su aislamiento alcanzase niveles olímpicos, fue aplicar con talento único su absurda capacidad de ridículo. El pasado jueves, mientras la situación llegaba al borde del abismo, el presidente comparecía, en el interior de la provincia de Río de Janeiro, a una ceremonia de expresión nula, para prestigiar la entrega de automóviles a algunos consejos tutelares de menores. Y sin pestañear, afirmaba a una platea atónita que aquel era “el acontecimiento más relevante” de la jornada.

A aquellas alturas en Brasilia ocurrían cosas que, para su limitadísima visión de la realidad, eran menos importantes. Por ejemplo: se llevaba a cabo una reunión de varios de sus ministros con los principales cabecillas de los sindicatos patronales de transportes, quienes actuaban por detrás y por encima de los motoristas autónomos, que representan solamente la tercera parte del total de camioneros existentes en el país. Todo para alcanzar un acuerdo que, al final, no funcionó.

Mientras, el aeropuerto de la capital brasileña informaba que solo permitiría el arribo de aparatos con combustible suficiente para luego despegar. A lo largo y a lo ancho del mapa se registraban imágenes de un caos acechante. En Rio, la circulación de micros caía a poco más de la mitad. En Recife, capital de Pernambuco, se formaban filas delante de las gasolineras que se extendían por hasta diez cuadras. En las carreteras de 25 provincias se registraban más de 550 cortes y bloqueos. En las góndolas de los supermercados faltaban verduras y legumbres y carne y leche, y cuando había, los precios llegaban a ser hasta cinco veces más elevados que los de la semana pasada.

Pero para Michel Temer, nada de eso se comparaba con entregar solemnemente unos 600 automóviles que, en realidad, eran la mitad de lo que su mismo desgobierno había prometido. 

La decisión de convocar a las fuerzas de seguridad, léase básicamente el Ejército, para desmovilizar a los camioneros parados en todo el país tampoco fue decisión suya: partió del general Sergio Echegoyen, un duro-entre-duros que comanda el Gabinete de Seguridad Institucional, órgano que Dilma Rousseff había extinguido y que Temer resucitó. 

Otro general, Joaquim Luna, el primer militar en sentarse en el sillón de ministro de Defensa desde que la cartera fue creada por Fernando Henrique Cardoso hace como veinte años, aseguró que las fuerzas de seguridad actuarían “con energía”. 

Siempre caminando rumbo a expandir la crisis al máximo, por la tardecita Temer firmó otro texto que le fue pasado por los uniformados: el Decreto de Garantía de la Ley y el Orden, que tiene dos funciones. La primera es liberar el Ejército para impedir “actos que atenten contra el orden público”. ¿Qué tipo de acto? Nadie sabe, excepto actos obvios como tirar piedras a soldados.

Y la segunda es asegurar un paraguas legal para todo lo que se cometa para cumplir la misión hasta el lunes cuatro de junio, cuando expira la validez del decreto. Por “todo lo que se cometa” entiéndase todo lo que haga la tropa contra la población. 

En nuestras comarcas, cuando un gobierno débil - y nada puede ser más débil e inerte que el gobierno de un presidente meramente decorativo - y además ilegítimo decide adoptar medidas de fuerza, dejan de existir límites para el avance de la crisis.

La capacidad extraordinaria de Michel Temer y sus bucaneros para llevar a cabo con velocidad extraordinaria el derrumbe de lo alcanzado a lo largo de los últimos más de treinta años, en épocas anteriores inclusive a Lula da Silva (aunque consolidado y ampliado infinitamente por él), provocó el caos al que se llegó. 

Entregar un patrimonio nacional, como Petrobras, directamente al apetito del mercado tuvo consecuencias alucinantes. 

Por ejemplo: a lo largo de los ocho años de Lula da Silva, el precio de los combustibles tuvo ocho aumentos. En los dos años de Temer, 229. Eso: 229. 

¿Para qué con Lula y luego Dilma se contuvo ese precio? Para no presionar a la inflación y para incentivar el crecimiento de la actividad económica. ¿Para qué Temer y sus bucaneros permitieron una estampida absurda de aumentos? Para atender a los intereses de sus patrones nacionales y globales.

Al principio de la noche de ayer el pegajoso ministro de Seguridad Pública, un ex militante de izquierda que como suele ocurrir con esa clase de tránsfuga se convirtió en un monumento al avasallamiento de la derecha, decía solemnemente que casi la mitad de los cortes habían desaparecido.

Lo que no desapareció es el riesgo de que a los generales la posibilidad de permanecer donde están les encante. 

Lo que no desapareció es la imagen concreta de un país desgobernado que acelera veloz rumbo al abismo.