“ Mi nombre es Matías Franco. Hay dos cosas con las que todo el mundo sueña: volar y ganar dinero sin trabajar. Yo puedo hacer las dos cosas. El secreto está en aferrarse a una gran oportunidad y dejarse llevar, aprovechar las corrientes de aire favorables, tener capacidad de pilotear situaciones difíciles y, sobre todo, saber desengancharse en el momento justo. Algunos dicen que el dinero no tiene ideología. Se equivocan garrafalmente. Todos los que nos dedicamos a ganar dinero tenemos la misma ideología: nunca es suficiente”. Las palabras en off de Matías Franco (Rodrigo De la Serna) mientras pilotea un planeador bajo un inclemente sol de mediodía resuenan tan naturales como honestas, y captan con certeza el espíritu voraz del protagonista de El lobista, la miniserie producida por Pol-ka que se estrenó en El Trece (miércoles a las 22.45), TNT (jueves a las 23) y Cablevisión Flow (ya está disponible toda la temporada). Sin caer en vicios costumbristas, plasmando en pantalla un cuidado esteticismo que acompaña el mundo del poder que ilumina, El lobista debutó en la pantalla chica con un episodio de una factoría impecable, en el que la narración, las actuaciones y la puesta le imprimieron las dosis de calidad necesarias para hacerse un lugar en la era del streaming.

En clave de policial de suspenso, con ribetes políticos, El lobista parece haber comprendido que ya no es posible atraer al público con ficciones surgidas de esa máquina de hacer chorizos que hace años que chirría. Al menos en lo que a miniseries se refiere, el género de oro de la globalización audiovisual exige mucho más que un casting convocante y cierta profundidad narrativa. En ese contexto, la serie original de El Trece, TNT y Cablevisión supo desarrollar un capítulo presentación consciente de la exigencia multipantalla. En su episodio inaugural, El lobista mostró los primeros indicios de una historia que se entromete en ese blindado, temido y nunca suficientemente explorado submundo de quienes utilizan sus contactos políticos y su poder de presión para que ni las leyes ni el bien común echen por tierra millonarios negocios. 

“Todos tenemos un talento, de eso estoy convencido. El mío es construir puentes. Lo que hago es tan sencillo y tan complicado como aterrizar un planeador. Soy básicamente un facilitador de negocios”, se autodefinió Franco, utilizando un eufemismo que él mismo desintegró cuando, mirando a cámara y rompiendo la cuarta pared, se reconoció como lo que realmente es: “¡un lobista!”. En la serie escrita por Patricio Vega (Los simuladores, Hermanos y detectives) centra su atención en un “facilitador”, joven y canchero, de aceitados vínculos con encumbrados miembros del poder judicial y legislativa. Un hombre que se mueve por los pasillos de Tribunales y de Congreso como si fueran los de su propia casa, siempre con un carpetazo bajo el brazo, argumentos oportunos o agradecimientos monetarios listos para sacarles provecho. Un lobista dispuesto a cualquier cosa con tal de hacer que sus clientes logren concretar todo tipo de negocios.

Ese camino de éxito, impunidad y relaciones de poder que Franco construyó a lo largo de los años y al calor de los billetes, sin embargo, parece estar siendo amenazado desde diferentes lugares. Por un lado, la competencia de Natalia Ocampo (Leticia Brédice), una lobista audaz y perseverante, parece empezar a minar su poder de lobby en los círculos de poder. Por otro lado, la posibilidad de concretar “el negocio de su vida”, trabando relación con el pastor Elián Rojas Ospina (Darío Grandinetti), el oscuro líder de la Iglesia de la “Sagrada Revelación”, expondrá a Franco ante los ojos y el alcance del fiscal Manuel Quinteros (Alberto Ajaka). En medio de esos inconvenientes profesionales, el calculador lobista se topó con Lourdes Inzillo (Julieta Nair Calvo), una camarera y fotógrafa free lance, con una relación con el dinero diametralmente opuesta a la de él, que le hará más complicado su habitual camino de seducción. Así, Franco se encuentra atravesado por una crisis personal y profesional que pone en jaque su estabilidad emocional.

Sin tiempos muertos ni escenas inconsistentes, El lobista mostró en el primero de sus diez episodios una trama dinámica, con diálogos ágiles que no le esquivaron a la ironía ni a la picardía de hombres y mujeres poderosos que esconden más que lo que muestran, que insinúan más de lo que dicen. Es en los momentos en los que la trama policial se desarrolla, a partir de la acción de picantes cruces discusivos, cuando la serie gana en tensión y atractivo. Una trama que encuentra en la dirección de Daniel Barone a su narrador visual ideal, con una puesta que conjuga la elegancia y la sordidez que –paradójicamente– envuelve ese mundo de extorsiones, apariencias, engaños y violencia. La utilización de diferentes recursos visuales (planos panorámicos, picados y contrapicados, reflejos) le otorga a la serie la diversidad que le exige la trama, imprimiéndole a la fotografía un eclecticismo que termina resaltando cada locación elegida.

El regreso a la realización de ficción de género, una producción acorde a las exigencias de la globalización audiovisual, la justeza de un guión que no da puntada sin hilo y un elenco que está a la altura de la historia, vuelven a El lobista una propuesta interesante para espiar una profesión que existe pero se desconoce. La inquietud de los televidentes de no saber qué de lo que cuenta la trama sucede realmente en ese mundo tan exclusivo como poderoso hace lo suyo. En ese aspecto, la serie se retroalimenta con la fantasía existente en cada espectador sobre cómo imagina que late la “cocina” de un poder que condiciona su vida. Incluso más de lo que sospecha.