Un día, hace unos tres años, una periodista de este diario a la que admiro y quiero, me llamó por teléfono y me pidió si podía leer, junto con Maitena y Juan Minujín, una parte del escrito que había elaborado el grupo de convocantes a la marcha Ni UnaMenos, que se haría el 3 de junio. Esa consigna ya se estaba instalando como grito colectivo en contra de la violencia machista, por necesidad de decir “basta de femicidios”, ya que en Argentina cada 30 horas asesinan a una mujer sólo por ser mujer. 

A la marcha iba a ir, sin duda. 

A veces logro recordar la declinación del tono de su voz por teléfono cuando me dijo que consideraban mejor que la leyera yo, porque, según ellas, era una referente popular en cuestiones de género. No podía creer lo que me estaba diciendo. Yo, que siempre fui bastante chúcara en cuanto a la dimensión popularidad dentro de mi oficio, no me sentía nunca del todo contenta con lo que salía en los reportajes que me hacían, ni en las entrevistas. Yo, que soy sólo una actriz, con mis pensamientos contrariados y cambiantes, con mis certezas escondidas. ¿qué tenía que ver yo con todo esto?

Es verdad que estaba muy movilizada con todo lo que estaba pasando, ¿se acuerdan? Los casos de Melina Romero (asesinada y revictimizada por la prensa), de Natalia Rocha, Paola Rodríguez, Mariana Llamazare, Agustina Salinas, y el caso de Daiana García, adolescente que buscamos días y días por las redes, por las calles, pero cuyo cuerpo había sido encontrado hacía pocos días en una bolsa de basura, me tenían asqueada, triste, dolorida. Eso que estaba pasando –o que ahora estaba llegando a saberse– tenía un sabor tan amargo que no podía sacarme, me dejaba sin palabras, me atormentaba mucho, lo sigue haciendo, me saltan las lágrimas ahora que lo escribo. 

Soy mujer además de actriz, soy mamá, tengo una hija adolescente, estaba asustada, triste, enojada y desesperanzada. El dolor de esa nena y de su mamá era el mío. Intuía que la marcha me iba a dar un poquito de alivio, juntarnos las mujeres, mirarnos a la cara, salir de nuestras casas para darnos algún bálsamo, con tanto horror a cuestas, salir a la calle y mirarnos, por lo pronto, llorar juntas, pedir que no nos maten, que no nos violen más. 

Le dije que sí.

Unos días después me llegó el texto que iba a leer en la marcha, en el escenario que iban a armar para la ocasión. Nerviosa, lo devoré. Y debo confesar que no lo entendí muy bien. Sentía que había palabras que se me perdían, tenía conceptos que me quedaban enormes. ¿Yo, feminista? Si hasta hacía poco me ruborizaba si me decían feminista. ¿Feminista yo? Con todo lo que saben las feministas, con su enorme lucha, sus años de pensarla, sus horas en la calle, en las marchas, en los encuentros de mujeres, con toda la teoría que yo no había leído, con la cantidad de mujeres que se ocupan de la problemática cuerpo a cuerpo, ¿yo? No me sentía a la altura. Pero tenía un compromiso con la popularidad que decían que gozaba. Sentía una responsabilidad profunda con mi dolor y el de muchas mujeres, que intuía éramos muchas. Les pedí leer la parte que más entendí, la que sabía que podía –en todo caso– defender como actriz.

Fui con mi novio y mi hija. Qué fuerza que dan los hijos, ¿no?

Llegamos y ahí estaban todas las minas de Ni una Menos. Mujeres hermosas, luchadoras. Y yo. Les pregunté si podía usar la remera de la línea 137, porque una amiga mía que trabajaba ahí acompañando a víctimas de violencia sexual y familiar me pidió si podía ayudarlas para que se federalice la cuestión. Me dijeron que sí, claro. 

Leímos el documento en voz alta en un hotel cerca de la plaza y cuando fuimos para allá, temblando, una amiga desenrolló algo verde de entre sus manos y me lo puso en el cuello. Yo estaba tan nerviosa, me temblaban las rodillas, la voz; delante nuestro había una multitud. Le pregunté qué era. Con un pucho en la boca me dijo: Vos estás a favor del aborto legal, ¿no es cierto? Claro, le dije. Y, pitando, me lo acomodó en el cuello.

Leí a los gritos el texto. Sentía que mi voz no llegaba a tantas. Éramos muchísimas. Vi a las mujeres que me miraban con lágrimas en los ojos. Vi a las madres de las víctimas. Vi a mujeres que mostraban sus cuerpos con cicatrices de golpes, quemaduras, cortes que les habían hecho sus ex maridos o novios. Lloré. Me abracé a mi hija. Ella también miraba todo con sus ojos de lechuza. “Una madre tiene el cartel de que busca a su hija, ma, y yo vi en la tele que ya la encontraron hace unas semanas, en un basural, quemada”. Me miró sin entender este mundo, sin poder comprender semejante espanto. Nos abrazamos. Lloré y lloré. Soy muy llorona, sépanlo. Pero con todo ese dolor sentí algo de paz ahí. Sentí dolor y paz. 

Después, ya en mi casa, pensé que me había colocado un pañuelo que representaba algo que no había pensado si quería apoyar públicamente. Pero no porque en mi intimidad no lo hiciera, porque desde hace años sé que el aborto tiene que ser legal en todas partes del mundo. En mis épocas de colegio católico pensaba que era algo aberrante y satánico casi, pero la cantidad de mujeres que mueren en abortos clandestinos, la idea de que nosotras abortamos desde el principio de la humanidad, la vergüenza de algunas mujeres queridas y cercanas que abortaron, su dolor escondido, la certeza de que es la clandestinidad la que trae soledad, estigmatización y falta de higiene, de instrumentación, de cuidado, la tranquilidad de que nadie obliga a nadie a abortar, y mi propia historia de embarazo y maternidad, me hicieron ver que no era necesario que yo estuviera de acuerdo o no con hacerlo –eso sí era una cuestión personal–, sino que el aborto debía ser una cuestión de Salud Pública del Estado.

No quería decir públicamente que estaba a favor de la legalización para no espantar a nadie y poder llegar a las mujeres que no pensaban como yo. Eso es algo que me fascina de la popularidad de la que –supuestamente– gozo: llegar a gente que no piensa igual que yo. 

Estuve mucho tiempo así, dándole vueltas al asunto de cómo comunicarlo. Me contaban que había incluso un grupo de católicas por el derecho a decidir, (ahora me entero que existe esa agrupación, desde hace 30 años, ¿ven lo mala feminista que soy?). ¿Cómo comunicarlo sin que muchas de ustedes se vayan corriendo, no me escuchen más y me digan asesina?

Hace poco me llegó una carta en la que invitaban a actrices a favor de la ley que se debatía en el Congreso. Sentir que éramos un montón me dio fuerza, me dio ánimo. La firmé. Y salí definitivamente del closet feminista. 

Soy feminista, pero soy una de las más brutas feministas, de las que se portan mal, de esas que siempre están armando líos. Me pregunto cosas adentro del feminismo mismo, soy poco leída. Pero soy una de nosotras. Porque siento la injusticia de haber nacido en un mundo que no está pensado en los cuerpos diferentes como libres, porque quiero que este mundo sea mejor y no solamente para mí, para todxs lxs que no comparten el cuerpo del poder. Porque eso es ser feminista. (Por ahora –pero sólo por ahora– no voy a contar lo que pienso sobre el especismo, porque ahí sí que voy a espantarlxs definitivamente a todxs).

Para firmar la carta se armó un chat de wasap de actrices. En ese chat éramos varias, seguimos siendo muchas, fuimos muchísimas y nos seguimos sumando. ¡Otra vez somos un montón de mujeres! ¿Qué pasó? ¿Salimos de nuestros agujeros, de nuestros ombligos, de nuestras casas? Nos dimos cuenta de que todas pensábamos lo mismo y ese pensamiento que compartíamos no era de locas, de rayadas, de brujas. Era sentido común, sensatez para con nosotras mismas, rabia por todas las mujeres que mueren. 

Empezamos a organizarnos, a juntarnos, a charlar sobre nuestras cosas y a trabajar para ayudar a la Campaña del pañuelo Verde, que son muchísimas mujeres, muchas organizaciones, que están hace años estudiando, trabajando y luchando para que salga esta ley. 

Aprendí que es la única ley de las que se debaten que pide la legalización. Aprendí que sólo despenalizando se apoyaría a las mujeres que pueden pagar su aborto, ya que no se judicializaría más la interrupción voluntaria del embarazo, pero a las otras que no cuentan con los recursos para hacerlo, ¿quién las cuidaría? Aprendí que no sólo las que nos queremos llamar mujeres son las que pueden quedar embarazadas o querer interrumpir ese embarazo, aprendí sobre géneros y sobre formas de hablar o de decir que no incomodan a quienes no se sienten identificadxs con alguno de los sexos que conocemos. Conocí a socorristas que son mujeres que ayudan a las personas gestantes que quieren interrumpir su embarazo –y pienso que son como superheroínas del amor, ayudando a quienes están desesperadas, y pienso qué alivio tener una hermana que te ayude en esas situaciones, ¿no?– aprendí qué es el misoprostol y la gloria de no tener contraindicaciones para practicarse un aborto, aprendí que si no es una cuestión legal no podemos asegurarnos que sea una cuestión de salud. Aprendí y sigo aprendiendo muchas cosas de esta ley que piensan mujeres interesantísimas desde hace mucho. 

Y, además, aprendo todo el tiempo lo que es estar en un grupo de mujeres. Aprendo que, siendo actrices, inclusive –porque todas nos dedicamos a lo mismo–, nos respetamos, nos tratamos con cariño, nos escuchamos, nos ayudamos. Algunas son conocidas por mucha gente porque su trabajo se ve en la tele o en el cine, otras son actrices de teatro independiente, como fui yo en el principio. Pienso en lo importante que es tener compañeras, amigas. En lo esencial que es poder hablar de lo que nos pasa, desentrañar nuestros problemas juntas, contar con nosotras. 

Hoy se viene otra Marcha de Ni una Menos. Es el mismo día del cumpleaños de mi abuela. La única de mi familia que festejaba que yo quisiera ser actriz. La que tenía muchas amigas y la puerta de su casa siempre abierta para que entrara quien quisiera a tomar un mate y charlar de lo que sea, siempre en patas, siempre con una sonrisa y una compasión que no le vi nunca a nadie todavía.

Pienso en que este 4 de junio voy a marchar con el colectivo de actrices argentinas, con un montón de amigas, de compañeras, de hermanas. Voy con mi mamá y con mi hija. Y con todas las mujeres feministas que lucharon para que este mundo sea más hermoso, más pacífico, más amoroso para todos. Voy también con los fantasmas de mujeres que desde otras épocas marchan con nosotras, porque son parte nuestra, porque gracias a ellas podemos leer, votar y pensarnos de otra manera. Voy con amigas trans, lesbianas, transgénero, voy con amigues de comunidades originarias, incluso marchan con nosotres amigues en otras partes de este universo. 

Seguimos pidiendo que no nos maten, que no nos violen. Esa es la parte triste. Nos siguen matando. Y pareciera que habernos despertado hace que se recrudezca más la saña, el odio para con nosotres.

No tenemos sistemas de gobierno que nos identifiquen, ni de salud, ni de educación, ni legales, y ahora dudo de que me identifiquen todos estos cientos de años de literatura, historia, filosofía y psicología, porque sólo algunas de nosotras estuvimos ahí pudiendo retratarnos, porque no fuimos parte del armado, porque no calificábamos ni para contarnos, salvo como modelos desnudas u objetos de estudio, y a veces ni siquiera para eso. No estamos en la historia, ni en los museos de arte. No estamos en las teorías del mundo, ni en la del alma profunda. Sólo unas pocas han llegado a esos lugares. Pero eso también está cambiando.

Nos tienen miedo porque no tenemos más miedo. Como dicen otras amigas mías, mis patronas, mis amadas amigas desde México. 

Les pido a las que lean esto que se junten más, que charlen con sus hijas, con sus amigas, con sus vecinas, con sus madres y con sus hermanas, que desentrañen sus temores, sus intuiciones y sus pensamientos, no en una, sino en muchas charlas. Que desconfíen de todos los pensamientos anteriores, incluso de éste mío. Que los analicen, los debatan entre ustedes. Escuchen a sus hijes, que tienen mucho que decirles. 

Y nos vemos en la marcha, con el orgullo de ser tantas con el pañuelo verde, con los ojos llorosos de tristeza por las pérdidas, pero también de emoción de saber que ese dolor amaina un poquito, si estamos juntas.