En 1927, Ernest Jones formuló una pregunta que aún hoy conserva su vigencia. “¿Mujer se nace o se hace?”. Unos años más tarde, Jacques Lacan señalará esta pregunta como una injusticia hacia el sexo femenino, invitándonos a pensar que toda identidad sexuada es una travesía del sujeto en vías de serlo, una construcción subjetiva. Si nos planteáramos la misma pregunta para el caso masculino, encontraríamos igualmente un camino atravesado por ritos y ceremonias iniciáticas que nos dan la pista de una masculinidad que tampoco viene de fábrica. La evidencia de la existencia de un pene real en el varón no resulta suficiente a la hora de pensar en la subjetivación masculina. Hay un “hacerse hombre” que transita por vías simbólicas, propias de cada cultura. No hace falta mencionar al joven que para su debut sexual es llevado por otro hombre al prostíbulo, como si en ese acto ocurriera un pasaje de lo más significativo, un franqueamiento que dejará una marca inicial en su destino como hombre, un bautismo de masculinidad.

El proceso de sexuación y la elaboración de la identidad no son datos otorgados a priori por el genital que se porta sino una construcción conformada por una maraña de identificaciones que hacen a la asunción de un género particular así como la adquisición de un cuerpo y su imagen. La pertenencia a un género no coincide con la exigencia biológica sino que responde a mandatos culturales, transmitidos a través de normas que en su reiteración van delimitando las elecciones particulares de cada sujeto. Algo se normativiza en lo atinente a cada género, dando forma a leyes implícitas que nos determinan como sujetos.

Hasta hoy, la sociedad ha estado organizada dentro de los márgenes estrictos de una normatividad heterosexual, y el destino dependía de la anatomía que a cada uno le tocaba en suerte. Siguiendo a Foucault podríamos decir que el sexo funciona entonces como un “ideal regulatorio” de los cuerpos, una normatividad que organiza nuestro mundo y regula nuestras relaciones desde el inicio mismo de la vida. Claro está que algo resiste a la norma y de ello dan cuenta las diversas formas en que la sexualidad va abriéndose camino. Si bien nuevas maneras de la sexualidad van dándose a conocer, la normativa hegemónica protege su voluntad de permanencia, y busca mantenerse ante todo aquello que intente desestabilizarla.

Cada vez que se discute una ley que de ser sancionada otorgará nuevos derechos a minorías que no responden a la heteronorma, surgen las voces disidentes, siempre provenientes de sujetos que gozan hace siglos de esos derechos. Cuando en nuestro país se trató la ley sobre el matrimonio igualitario, entre las voces disidentes, veíamos sujetos casados o que podrían hacerlo ni bien el amor golpeara a sus puertas. Sin embargo se resistían a que los otros fuesen ciudadanos plenos de derecho.

Desmontar esa estructura sostenida desde el inicio de los tiempos, y presente en cada uno de nosotros, será la condición de posibilidad de cualquier proceso capaz de reorientar la historia. Hace cincuenta años,  Lacan ya decía que nos estábamos complaciendo en puntos de vista biológicos en lo ateniente a la sexualidad. Lo real del cuerpo tensiona con sus demandas, pero no obliga a resolver las demandas únicamente bajo la normativa heterosexual. Quizá se trate de pensar la sexualidad humana sin el afán de eliminar lo distinto, como dicta la norma.

La imposibilidad de subjetivar al sexo en su totalidad ocurre aun cuando se intente ordenar, disciplinar, controlar y enrolar a los sujetos dentro de una lógica binaria que opera en cada uno al modo de una elección forzada.

Las estudiosas de los temas de género intentan dar cuenta de las problemáticas ligadas a la violencia que se ejerce sobre las mujeres como algo cultural y no como actos aislados de violencia. Hay todo un andamiaje simbólico que naturaliza la violencia hacia todo aquel que no sea representante del modelo heterosexual. La violencia está en generar un molde en donde sólo caben los que sujetos que encajan. El hombre se transforma en el paradigma de la humanidad, por lo que también para él hay una exigencia de masculinidad que debe cumplir para no caer al abismo. De modo que en la modernidad, el sujeto masculino se torna en modelo de lo humano y en el portador de voz en la esfera pública, quedando como lugar natural de la mujer la esfera privada. Lo social ha sido para los hombres, lo doméstico para las mujeres, ese fue el punto de partida, y todo cambio que se genera es fruto de profundas y sostenidas luchas.

Que la mujer haya quedado confinada a la vida privada, y expropiada de lo social, y que sus problemáticas se pretendieran ubicar por fuera de lo político, nos muestra la violencia que se ha ido ejerciendo al quitarle posibilidades de elección. La capacidad para engendrar hijos es tomada como su destino natural, basado en su “instinto maternal”. Lo cultural se naturaliza. Muchas mujeres dicen carecer de tal instinto, como si les faltara algo que naturalmente deberían poseer. Capítulo aparte para la culpa que estos enunciados engendran en las mujeres.

La maternidad entonces se ubica en el centro de la organización de la vida social y se transforma en la mayor expectativa que se tiene sobre la mujer, un mandato desde lo cultural. De modo que las otras formas posibles de transitar la pertenencia a un género son menospreciadas desde los discursos imperantes. Cuantas veces oímos decir que una mujer no se “realiza” hasta que no tiene hijos, como si el ser de una mujer estuviese vacío hasta que vienen los hijos a colmarlo. Cuestionar lo naturalizado en lo ateniente al género nos permitirá dar entidad a otros modos de ser de un sujeto. Por lo que el debate sobre la interrupción voluntaria del embarazo otorga a la mujer un poder justamente allí donde una exigencia cultural se quería hacer pasar por mandato de la especie.

De este modo, podríamos pensar que la violencia hacia las mujeres se naturaliza en tanto se castiga a quienes desestabilizan la norma. La interrupción del embarazo va en contra de la norma, y ese lugar de la mujer es lo que está en disputa hoy en día. Hay un trasfondo en donde se juega el poder y la dominación. Expropiar a la mujer de la posibilidad de elegir sobre su cuerpo constituye una violencia y la clandestinidad en la que realizan los abortos de hijos no deseados es sólo uno de sus efectos devastadores.

Si gracias a Sigmund Freud sabemos que la pulsión sexual puede satisfacerse con cualquier objeto que sirva para tales fines, la violencia hacia la mujer puede ejercerse por la vía sexual sólo con el fin del mantenimiento de un poder. Aunque sepamos que hay perversos y sádicos, se trata de ubicar la violencia de género dentro de un andamiaje simbólico y político-cultural que excede a las agresiones originadas en el ámbito privado de la psicopatología individual. Es un discurso imperante en las múltiples formas que alcanza, direccionando su mandato de dominación y para ejercer la dominación del otro se hace necesaria alguna violencia.

Retomando la pregunta inicial del presente escrito, podemos decir que si bien ha pasado casi un siglo desde su planteo, es una pregunta que se vuelve a formular, poniendo en evidencia una división de aguas entre discursos contrapuestos. En estos días, y a raíz de la discusión sobre la interrupción voluntaria del embarazo, vemos cómo estas dos voces se despliegan. Del lado de la religión y los discursos más conservadores, se piensa que mujer se nace y que entonces la vida de una mujer está marcada de antemano por un destino claro que se orienta en una dirección única dictada por Dios, que es el don de dar vida. Este argumento sólo puede ser discutible dentro de los márgenes estrictos del discurso religioso. Es decir, si la discusión pasa a ser tema de Estado, si se busca sancionar leyes para toda la población ya no resultaran suficientes los argumentos que podemos esgrimir desde la religión que cada uno profesa. Del otro lado de la pregunta está la construcción de una femineidad posible, con todos los matices que puede adquirir, siendo la maternidad una posibilidad, no una cita obligada. Podríamos recordar la frase célebre de Simone de Beauvoir que plantea que “mujer no se nace, se llega a serlo”.

Obligar a una mujer a llevar adelante un embarazo que no desea es ponerle su destino biológico como castigo y expropiarle la soberanía que cada sujeto tiene con su cuerpo propio. Los estados deben ofrecer a sus ciudadanos un marco legal y un contexto normativizado que incluya las distintas formas en que cada uno llega a ser quien desea ser: hombre o mujer, madre o padre. 

Los estados deben trabajar para no forzar a la clandestinidad y la muerte a todo aquel que no responde a la exigencia del discurso imperante.

Sabemos que el aborto es un tema que pone en el centro de la discusión a la mujer, al cuerpo de la mujer, aun cuando se intente desviar la temática hacia la defensa de la vida del embrión. Sin tomar ese desvío, y tomando al ser del hombre y de la mujer como puntos de llegada en el derrotero del sujeto, podemos decir que “hacerse madre” o “convertirse en padre” no son meros hechos de la biología. Porque el humano no copula para el sostenimiento de la especie como lo hacen las abejas o las aves. El debate sobre el aborto debería incluir entonces los avatares que un sujeto atraviesa en su historia, como para dejar de su lado la elección de cuando, cómo y por qué es el momento de tener sus propios hijos, formar familia.

La legalidad del aborto no modificaría entonces el concepto de familia ni la tasa de natalidad, pero sí salvaría vidas de mujeres que desean acceder a una maternidad no impuesta o directamente que no desean tener hijos. La sanción de la ley alumbrará una mujer menos colonizada por el discurso machista, soberana de su propio cuerpo, en un contexto más inclusivo y menos violento. 

En caso de aprobarse la ley que regule la interrupción voluntaria del embarazo, y su implementación para que todas las mujeres de nuestro país puedan tener acceso a ella, gozaremos de una legalidad que nos hará menos vulnerables frente a la muerte que acecha en cada aborto clandestino. Los estados son responsables de sancionar estas leyes, y la sociedad toda, de propiciar el debate. 

* Psicoanalista. Miembro de Apres coup Sociedad Psicoanalítica.