John Berger era uno de esos autores esenciales, que a lo largo de su obra fue marcando el pulso –y dejando testimonio– de la mejor y más certera literatura de izquierda del siglo XX. Nació en 1926 y murió hoy apenas arrancado 2017. El pasado 5 de noviembre había cumplido 90 años, y el número redondo llevó a cierta reapreciación de su genio, que cubrió diversas y vastas áreas artísticas.  

Entre sus obras más conocidas está G, novela en la que cuenta, a través de su personaje principal, esa transición difícil entre siglos, el paso del XIX al XX. Aquel reflejo de una época, desde el punto de vista de Berger, no sólo da cuenta de la decadencia de la aristocracia y el inicio de los movimientos nacionalistas que llevarían a la Primera Guerra Mundial, también habla de sexo y de libertad. Con un trasfondo de luchas proletarias, moral burguesa y un imperialismo dominante, narra las aventuras de su Cassanova moderno y feminista que en vez de condenar libera de trampas sociales a las mujeres que seduce.

Por ese trabajo ganó el prestigioso Premio Booker en 1972 y donó la mitad del monto al Partido Pantera Negra británico. Miró el revuelo generado como quien mira llover y siguió con lo suyo. Ese mismo año publicó el ensayo Modos de ver, un texto que terminó siendo de referencia básica para la historia del arte. La BBC emitió una serie documental de televisión basada en el libro y ese combo no sólo marcó a toda una generación de críticos, sino que modificó el modo de enseñar arte en las escuelas de su país.

A los 16 años, Berger se había escapado de su educación cristiana ortodoxa decidido a estudiar arte “y ver mujeres desnudas”, como alguna vez contó. Ganó becas en las escuelas más prestigiosas y se formó con un intervalo entre 1944 y 1946, cuando fue soldado en la Segunda Guerra Mundial. Pintó, dio clases de dibujo en la misma universidad en la que Henry Moore enseñaba escultura y reseñó las artes plásticas de un modo que dejó clara su postura y mirada, que relacionaba su crítica desde el marxismo. Publicó artículos en distintos medios, entre otros en el Tribune, donde  su editor fue nada menos que George Orwell.

Ya en plena Guerra Fría, a los 30 años, sintió que tenía que dedicarse completamente a la escritura para narrar el conflicto que atravesaba  el mundo y abandonó la pintura. En 1958 publicó su primera novela, Un pintor de nuestro tiempo. En formato de diario íntimo, se puede ir reconstruyendo la historia de un artista húngaro exiliado en Londres desde 1919 que desaparece. La militancia de izquierda, el exilio, los amores perdidos y el compromiso político atraviesan su vida y obra. La voz narrativa era tan creíble y cercana al autor –defensor a ultranza del realismo– que muchos creyeron entonces que era un trabajo autobiográfico y no de ficción.

Nunca paró de producir y además de sus críticas, ensayos y novelas también escribió poesía, guiones de cine y obras de teatro. En su obra de ficción aborda temas humanos esenciales y durante los 80 se dedicó más que nada el cambio nocivo que implica pasar de la vida rural a la urbana, siempre en un marco de aventuras atrapantes y entretenidas. Coherente en su vida y su obra, en esa época abandonó Londres para vivir en un pequeño pueblo de los Alpes franceses.

La falla en el funcionamiento del mundo nunca estuvo fuera de su mira. En los fabulosos ensayos de El tamaño de una bolsa (2004), por ejemplo, habla de “lo que está sucediendo hoy”, que como comenta en su prólogo “es perverso” y en donde acusa, advierte que “las explicaciones que se nos suelen ofrecer al respecto son un montón de mentiras”. Entre otro material vivo, necesario, incluye su correspondencia con el subcomandante Marcos. “Nunca he escrito un libro con mayor sensación de urgencia”, dijo.