• Escuchaba mis temas por la radio mientras trabajaba de jornalero por caminos rurales, ayudante en viveros, limpiador de huevos de pollos, cargador de chatarras, campeón de las ventanillas de los bancos y sus impuestos. Los oía y pensaba en el dinero que habría de ganar ni bien terminase la pesadilla de laburante jovencito y pasara a las filas de recaudador propio de mis derechos, dejando atrás un sueldito de miseria. Llegó la plata, pero no en bolsones como los del Tío Rico, sino en chequecitos magros que servirían para subir peldaños en la gran escalera caracol, sinuosa y resbaladiza que aún persiste pero que no ha sido abandonada, porque puede más la vocación que los diamantes. El perro no come joyas, pero ladra, ladra y ladra aún cuando su panza no esté del todo llena. Sigo siendo un perro anhelante e insomne, sin dueño y sin fortuna.

     
  • Este ocurrió, tan verídico como el descenso en el que no cayó Central por aquellos años cercanos al 2009. Estaba yo hospedado en el hotel Italia de Córdoba, luego de una noche de show en Adagio, en lo del Turco Alauf. Desayunaba muerto de sueño. El fervor futbolero pudo más y caminé unas cuadras hacia la cancha de Belgrano donde se dirimía el caer o no caer de la tabla. No pude entrar con mi carnet de periodista y me colé junto a un camarógrafo. Mi atuendo: gorra negra, sacón inmenso, pantalón grafa azul de trabajo y borceguíes. Me saludaron como a un poli y entendí que podía tener acceso al campo gracias al malentendido ‑lo hice‑ e inmediatamente empezó el partido. La razón de que me dejaran entrar fue que los verdaderos agentes del orden estaban vestidos igual que yo, caracterizado accidentalmente de guardia. Vi el gol de Méndez, saludé a Olave, el arquero pirata, con sorna y cuando levanté los brazos en el triunfo, el cuarto árbitro decidió echarme del campo. A la salida tomé un tintillo para festejar entre la hinchada algo entristecida de Belgrano, que miraba al policía de acento sin cantito como se devoraba el mejor chori cordobés de la victoria.

     
  • Era un junio helado. Venía de Tucumán y en el andén le pregunte al chofer "si entraba en Rosario". Como creí entender que sí, no lo dudé y me metí dentro para reponerme del sueño atrasado. Desperté a la altura de Circunvalacíon Sur y me apuré para hablar con el chofer:

    -‑ ¿Adónde va?

    -‑ A Buenos Aires

    -‑ ¿No me dijo que paraba en Rosario?

    -‑ Yo le dije que entrábamos en Rosario, no que parábamos.

    Ante mi desesperación, optó por dejarme en Uriburu y Lagos con mi guitarra, mi bolso y algunos morlacos que escondí apresuradamente en los zapatos. "Me van a achurar acá, en medio de la nada", pensé mientras descendía por la escalera hacia el cadalso con yuyales. Al no ver ni un taxi, ni seguridad, ni una lucecita siquiera opté por meterme bajo un cartel de publicidad apagado y tras unos ligustros dedicarme a esperar. Me enrosqué e increíblemente me dormí hasta que el sol de la mañana me despertó y pude alcanzar el objetivo de encontrarme vivo pero lleno de escarcha.

     
  • Habíamos tocado en el Monumento junto con Gieco, Serrat y un Coro Estable. Era primavera, noche propicia para estar al aire libre, cantar en democracia y demás lugares comunes que tan bien hacen al alma. Una dama del coro se puso a hablar conmigo y quedamos en vernos luego del show. Era bonita. Pasó la noche y en un apartado del edificio veo a Fontanarrosa charlando con el Nano, me acerqué y me integraron rápidamente. La oportunidad de conocer al catalán era imperdible. Narraba una tras otra hazañas tragicómicas, canciones malogradas, tamizadas por los chistes del Negro y mi módico aporte. En un momento, veo a la señorita con la cual había quedado esperándome y ahí cometí el fatal error de idiotez masculina: "Me va a esperar", me dije y continué en el grupo. Cuando todo culminó, ya tarde en medio de los técnicos que desarmaban, busqué a la chica y había desaparecido. Al día siguiente, como una broma de la Fatalidad, la veo a bordo un autito blanco en la zona céntrica y le hice señas. Lejos de parar, me tiró el coche encima y si me esquivó fue por piedad ante tanta idiotez, nada más que por eso.

     
  • Ni bien fuimos "descubiertos" por Buenos Aires, algunos de la incipiente y aún no bautizada Trova fueron invitados a viajar a la Gran Urbe para dialogar. Uno de ellos, el propiciador de iniciar a Baglietto en los discos era Julio Avegliano, quien nos reunió a Fito y a mí en una casa gigante con buen café y un poderoso desayuno. En una mesa oval de vidrio había cuadernos y muchas biromes.

    -‑ Acá tienen todo lo que necesitan -expresó, radiante. Necesitaba que nos pusiéramos a escribir, como si el hecho creativo fuera sentarse y nada más. Como no era mal intencionado, le agradecimos y le aclaramos que no es de ese modo como se llama a la inspiración, más bien se la espanta.

    Fito se puso al día con su estómago y yo pude ponerme a fumar mirando a la avenida 9 de Julio, intuyendo que algo grande nos estaba preparando la Buena Diosa Fortuna. A él no lo esperó: se mató en el sur, en una curva de hielo; sus buenas intenciones, su desaforado querer hacer todo velozmente  se fueron con él a la banquina.

     
  • El tipo era gordo, usaba chaleco de los '80, barbita candado, siempre transpirado y pensante. Dirigía un coro y estábamos esperando que culmine su perfomance para entrar a tocar nosotros. Sobre el final se desbarranca y empieza el relato:

    ‑- Era una tarde de lluvia y estaba triste. Pensé en dejar todo esto que es mi vida. De pronto suena el teléfono y oigo su voz: "Che, Eduardo, no podés abandonar y tenés la obligación moral de continuar... hay un público que te espera, no los podés defraudar ni a ellos ni a vos mismo... dale, levantate y ponete a laburar... Hoy mismo te mando las partituras para que le des un repaso para que me digas si te gustan como quedaron... Dale, vos podés".

    Intrigados, dejamos de fumar tras bambalinas y esperamos el fin del cuento que a todas luces era un tremendo golpe bajo sensiblero y barato

    -‑ Por eso, en homenaje a mi amigo que me levantó cuando yo estuve mal, vamos a ejecutar ‑literalmente ocurrió‑ Adiós Nonino ¡Gracias por darme tu amistad, querido Astor!.

    Como los muertos no pueden ser testigos de las infamias y los mentideros, nosotros nos encargamos de hacerlo con una risotada que se nos escapó y retumbó por toda la sala. Si aparecía el fantasma de Piazzolla, lo cagaba a patadas en el culo. No tanto por el embuste, sino más bien por la desafinación con que se destrozó el célebre tango.

     
  • Con Rosarinos construímos el pequeño castillo de un disco para luego dejarlo caer en ruinas. Pero mientras estuvo en pie, fue un buen cobijo. Tocábamos en un sitio denominado La Casona del Conde de Palermo. Estábamos en pleno ensayo cuando una dama amiga cayó con el regalo: gigantografías de tamaño natural de Olmedo en sus distintos personajes: Piluso, El Yeneral González, El Manosanta. El obsequio fue conmovedor y decoró los laterales del escenario en aquella noche hermosa. Luego, las figuras fueron dejadas en mi casa pues era la que estaba más cerca y la que contaba con lugar. Reparto de dinero, algunos brindis y a dormir. Al amanecer, con una inquietante luz velada que hace imperceptibles los objetos y las sombras, decidí ir a la cocina para un vaso de agua. El susto me dejó congelado: había olvidado la presencia del Negro en tamaño real y al ver los contornos se me paralizó el corazón.

    -‑ Ni que hubieras visto un fantasma -me susurró mi compañera de lecho al verme regresar demudado.

    -‑ Y... más o menos -le contesté. Sentí a mi perra gruñir pero no le di importancia: era solo una cuestión de tiempo hasta que se acostumbre, como yo, a estar en casa con amigos del Más Allá.

     
  • La peña ardía de cantos y de vino. Los Rosarinos tocaron los mejores temas de aires folclóricos y satisfechos culminaron un show interesante en un ámbito tradicionalista que suele no ser refractario a las cruzas musicales. Pero les fue bien y tomaban cerveza en la parte de atrás del patio. Tanto alcohol hizo que uno de ellos se llegara hasta un baño aislado. Cuando entró sintió rumores y se encontró con la espalda de un grandulón que evacuaba sus orines y mascullaba. El músico se puso a un lado para hacer lo suyo cuando oyó la causa del malhumor del vecino:

    -‑ ¡Puta digo, será de Dios que me tenga que morir meando!

    El músico largó una carcajada y seguidamente cortó el chorro de agua que se deslizaba por el chapón que hacía de minguitorio.

    -‑ Ya está, ya terminó todo amigo.

    -‑ Ah, gracias -respondió el mamado. Era tal el estado etílico del sujeto que, a pesar de haber terminado de orinar hacía rato, al sentir que el agua caía y caía, creía que aquel fluído era suyo.

    -‑ ¡Hace como una hora que estaba prisionero! -agregó el machado alegremente y se despidió aliviado.

     
  • En las dos empresas de transporte en donde trabajé de escriba y recaudador dejé mis huellas: los jefes descubrieron poemas con el membrete arriba, lo que delataba que escribía en horas de jornada laboral. El primero, Vetorello, me palmeó la espalda y exclamó:

    -‑ Muy lindos, Adrián. Pero no me gaste tanto papel.

    Fue una ternura de hombre. El segundo, un desafortunado de apellido Méndez quien -al sorprender el hecho- me susurró mientras contaba yo un fajo de dinero en la caja y no atiné a responderle:

    -- Usted es medio boludo, ¿no? ¿Se cree mejor que nosotros y que va a llegar a algún lado escribiendo esas cositas?

    Y agitaba el papel delante mío como algo obsceno. Ambos están ya en el mundo de los muertos. Al primero le debo un ramo de flores y mi corazón agradecido, al segundo un sapo aburrido para que le haga companía en la tumba sin nombre que debe poseer, sobre sus malos huesos de hombre idiota.

 

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