Sobre fines del año 2012, la banda de rock-pop estadounidense No Doubt se vio atrapada en un escándalo poco común hasta ese momento. Gwen Stefani, voz y líder, aparecía caracterizada como nativa norteamericana haute couture y en aprietos en el video de su canción “Looking hot”, que fue levantado al día siguiente de ser compartido en las redes. Quedaron los rastros, indeleblemente online: está el clip, en el que Stefani es capturada por los villanos cowboys y termina liberada por un miembro de su tribu; están las disculpas oficiales del grupo, los tópicos y discusiones en foros, al igual que los artículos condenatorios. Tal fue el sismo que No Doubt abandonó ahí y definitivamente toda promoción del que fuera su sexto disco, el primero en una década. Se lxs condenó entonces por haber utilizado imaginería típica de pueblos originarios de los Estados Unidos para contar una historia que, a los ojos de muchxs, no hacía más que alimentar estereotipos negativos instalados convenientemente sobre esas comunidades, masacradas en la conquista del territorio norteamericano para ser despojadas de sus tierras.

Flash forward a agosto de 2014: la cantantautora norteamericana Taylor Swift editaba “Shake it off”, hit global y una suerte de nuevo himno del orgullo de la franja generacional del colectivo lgttbi caída al planeta con el cambio de milenio. La ofensa, presente una vez más porque Swift, otrora chica country, caucasiquísima y blonda por defecto o por virtud, se sacudía de encima en el estribillo las malas miradas y los comentarios tóxicos mientras su troupe de bailarinas (varias afroamericanas) agitaba caderas meta twerking. Alerta: el twerking es un estilo de baile extraído de las calles del sur yanqui, vuelto fenómeno mundial desde que una de las más notorias colegas de Swift, una tal Miley Cyrus, lo incluyera en sus propias coreografías algunos meses antes con similar y ofendida recepción. Nada tenía que hacer ninguna de ellas dos, ídolas de la música country, cerca de algo tan ajeno a “su” mundo como el twerkeo. 

Con Taylor Swift el asunto se puso mucho más espeso que con Miley. Se le objetaba el haber aprovechado un elemento de la cultura afroamericana popular en medio del álgido clima social reinante después del asesinato del joven afro Michael Brown en manos de un policía blanco en el estado de Missouri, posteriormente exonerado, hecho que derivó en una oleada de protestas, saqueos y represión. Le fue exigido a la popstar que se pronunciase al respecto, algo que no hizo. ¿Cómo era posible que incorporase para su provecho un elemento de una cultura construida por una minoría históricamente oprimida en ese país sin declarar su procedencia y, lo que es más importante, sin salir en defensa de esa misma comunidad en un momento como aquel? La dinámica de “mujer blanca atacada por hombre afro”, que según muchxs Swift venía alimentando desde que el rapero Kanye West le arrebató el micrófono mientras aceptaba un premio MTV cinco años antes, no hizo más que profundizar el daño aparente. ¿Se había convertido, por su sliencio, en una racista con alcance internacional?

AMIGXS DE LO AJENO

Podríamos evaluar tantos y tan diversos ejemplos de lo que hoy es denunciado como apropiación cultural que invariablemente brotará la certeza de que quienes creen estar custodiando lo que suponen exclusivo y suyo han perdido la brújula o los anteojos de aumento. Es un nuevo deporte favorito de las comunidades online: maltrato y saña lookeados como conciencia social y activismo. Quienes acusan se arrogan la defensa de una corrección política que no siempre es tal. Desde aquella muchacha norteamericana que para su baile de graduación se puso un vestido tradicional chino (sin ser ella misma nacida en China, ¡ladrona!), hasta la rapera Nicki Minaj con su reciente single “Chun-Li” (ella tampoco tuvo la suerte de ser china, a diferencia del legendario personaje del juego de arcade “Street Fighter II” del que extrajo el nombre para su tema), el planeta se revela de pronto plagado de aprovechadorxs y ventajistas. ¿Puede alguien imaginar lo que quedaría de la carrera de Madonna si fuese supervisada según las constricciones de este nuevo canon? 

Surge aquí la necesidad de establecer todas las distinciones que estén a nuestro alcance. Situar en la misma posición de ventaja aparente por sobre los materiales culturales disponibles a una superestrella planetaria y a una joven con Instagram es un pésimo punto de partida para opinar lo que sea, incluso aquí, aunque hay que decir también que los tiempos que corren en las redes habilitan esta mansalva denunciante. No es para nada lo mismo incorporar gestos de una cultura ajena, a su vez propia para una minoría marginada, que adoptar algo de una cultura con la que no se tiene más contacto que el de la fascinación a la distancia y con la que no existen dinámicas de poder interponiéndose.

La sospecha de apropiación existe principalmente cuando una cultura dominante o mayoritaria extrae elementos de otra, dominada o sometida, y los hace propios, evitando dar crédito a la fuente real de esos elementos y prescindiendo de cualquier mención al contexto en que fueron originados. A la inversa no funciona del mismo modo: una comunidad oprimida puede apropiarse de elementos de la cultura de sus opresorxs como estrategia de supervivencia, o como burla, en un ejercicio de asimilación que vendría a sortear, aunque ratificándolas, aquellas dinámicas de poder y de injusticia establecidas entre una mayoría y sus respectivas minorías. He aquí otro punto central, puesto que en muchos casos una misma persona puede adjudicarse una identidad atravesada por las problemáticas de más de una única minoría. ¿Cómo son las reglas en este Jenga de privilegios? ¿Qué persona tendría más derecho, en un caso así, sobre un dado elemento cultural? ¿Quién y cómo podría atestiguar más fehacientemente cuán vulnerabilizadx ha sido a lo largo de su existencia y la de su antecesorxs, algo que equivaldría a tener pole position para el uso de un objeto producido culturalmente?

CHORRAS DE MODA

Reelaborando la última idea nos preguntaremos: ¿hasta qué límite es razonable rastrear, y en última instancia atribuir, la autoría comunitaria e histórica de un elemento de una cultura y, por ende, terminar por suponer que sobre él exista mayor o menor derecho a ser usado, y en tal caso, por quiénes? Veamos como ejemplo radical una iniciativa tan atípica como comendable cuyos resultados aún están por palparse. Hace un año se dispuso un comité especial dentro de la Organización Mundial de la Propiedad Intelectual de las Naciones Unidas (!) que intentó dar curso y orden a un reclamo de comunidades originarias de 189 países diversos sobre el derecho de propiedad de sus lenguas, sus costumbres y sus imágenes. Si bien el pedido se venía gestando desde 2001, es posible que el antecedente que terminó de impulsarlo haya sido el oprobioso pirateo por parte de la firma de moda francesa Isabel Marant en 2015 de un modelo de blusa bordada típico de la comunidad mexicana Mixe, de Oaxaca. Lo que podría haber pasado por una copia más se tornó bien denso cuando desde la comunidad se denunció a Marant por haber registrado el diseño y, como consecuencia de ello, por poner en la obligación de pagar un impuesto a cualquiera que lo reprodujese, incluyendo a sus creadorxs primerxs. Marant desmintió esto, se hizo cargo del fraude y dio su compromiso de defender la autoría original y originaria del diseño dado que otra firma, francesa también, estaba intentando en simultáneo registrarlo como propio. Estamos hablando aquí de plagio y caradurismo, no de influencia ni de inspiración.

Resultaría desolador un panorama retrospectivo de la moda atravesado por las leyes de lo que hoy ofende a tantas personas. ¿Qué habría que decir de la colección de alta costura que la John Galliano armó para Dior en la primavera de 2004, pensada desde un paseo en globo sobre El Cairo y con esfinges y faraonas cyborg doradas a la hoja? O desde la misma óptica pero en otro sentido, ¿qué tan egipcio debería haber sido Galliano como para no resultar irrespetuoso a la cultura en la que basó sus diseños, por lo demás icónicamente egipcios? ¿Habría alcanzado con haber nacido en Gibraltar pero crecido en Inglaterra, país infame por sus tesoros arqueológicos robados a medio mundo, incluyendo Egipto?

NUNCA CANAS

En el proceso tremendamente gratificante e imparable de deconstruir a patadas nuestras identidades está claro que a muchxs les cuesta evitar los embates desesperados de ese ser múltiple y peculiar que era, que eran, que éramos, y que tenía apellidos y nombres impuestos o escogidos, color de piel y ancestraje, género y número, costumbres y valores, espanto y orgullo; ese ser que va seguir reclamando potestad sobre todo aquello que le integraba, que le era heredado y adquirido, traído en genes y expresado en carnes, compartido y particular, perdiendo del horizonte la verdad de saber a la cultura como un bien común y de organicidad y fluidez indispensables. 

¿Cómo se pretende, por otra parte, controlar el alcance de aquello que puede o debe producirse fuera de toda ofensa sin primero vigilar aquello que se consume, que es lo que inevitablemente termina infiltrándose y siendo germen de lo que generamos? ¿Estamos dispuestxs a que otra vez se nos señale por la música que hacemos o que escuchamos? ¿Por nuestras obras de arte, nuestro sentido del estilo al vestirnos, nuestros poemas y novelas, nuestra cocina, nuestras performances, nuestros maquillajes? ¿Por los nombres que preferimos para montarnos, o los que elegimos para nuestrxs hijxs y mascotas? Y ya que estamos, ¿a qué custodixs vamos a responder? ¿Nos tocará volvernos custodixs a nosotrxs mismxs?

 

Taylor Swift agitaba las caderas meta twerking en “Shake it off”.