No soy de creer mucho en las casualidades o en las coincidencias. Siempre en la balanza la razón y el buscarle los porqué a las cosas termina encontrándole la respuesta a casi todas las situaciones. Alejandro Dumas no creo que haya coincidido conmigo. Porque el dramaturgo francés que nació a principios del siglo XIX sostenía algo que por estos días en Moscú cada vez va tomando más forma. Una de sus más célebres y recordadas frases rezaba: "Creemos, sobretodo porque es más fácil creer que dudar”.  Pero a mí me cuesta creer.

En Moscú la ansiedad crece proporcionalmente a los minutos que descuenta el reloj para el debut de Argentina ante Islandia en el estadio del Spartak. Pero dentro del cuarto que nos “vendieron” como hotel, que tiene menos metros cuadrados que un monoambiente de cualquier lugar de Buenos Aires y en el que convivimos cuatro personas, soy el más pesimista de los optimistas. No porque no crea en el poder de fuego del mejor jugador del mundo y de la calidad de sus compañeros (porque eso sería de necio), pero desde mi infancia siempre preferí no creer.

Hoy arrancamos más o menos tarde, a eso de las 9, porque la adrenalina del partido inaugural y de que el Mundial por fin haya arrancado fue imposible de controlar hasta bien entrada la madrugada moscovita. Pero decidimos ir a conocer un poco de la capital para matar esas ansias de nuestro debut en una Copa del Mundo. Tomamos el famoso Metro, pasamos por la estación famosa de la Plaza de la Revolución (Plóshchad Revolutsii), le tocamos el hocico a la escultura del perro que acompaña al soldado fronterizo, acción a la que la leyenda urbana califica como un “acto de buena suerte” que te hará tener un buen día. Y seguimos caminando.

Pasamos por la Nikolskaya Street, esa llena de luces que desemboca en la mítica Plaza Roja y nos tomamos las fotos de rigor. Charlamos con hinchas de todos los países para ver si encontrábamos alguna historia digna de contar, pero terminamos hablando con un padre islandés que junto con su hijo nos pronosticaron una histórica victoria 2-1 con dos goles de Sigurdsson. Mi pesimismo iba en aumento. En realidad creo que era más miedo que otra cosa.

Decidimos dar por terminado el paseo y buscar un lugar que recolecte las “tres B” (bueno, bonito y barato). Como la zona de la Plaza Roja es imposible de transitar, nos fuimos a cruzar un puente para conocer un poco uno de los puentes que pasa por encima del Río Moscova. Y ahí nos cruzamos, sorpresivamente, con dos novias que se tomaban fotos para el book de su casamiento. “Es una buena señal para mañana. Ver a una novia antes de un partido trae suerte. Te lo aseguro”, dijo el más optimista de los cuatro. Nadie le preguntó por qué lo dijo porque su aseveración tenía mucha más seguridad que nuestras dudas por la veracidad de lo que había dicho.

Seguimos caminando, y el destino (o las casualidades) hizo que un desconocido gritara “Messi, Messi”, en alusión a las camisetas de Argentina que llevaban dos de nuestro grupo. Cuando nos quisimos dar cuenta quién era descubrimos a un filipino disfrazado del Dalai Lama (el supremo dirigente espiritual y político de Tibet y líder religioso de la escuela Gelug del budismo tibetano) que ni bien nos acercamos nos dijo en un inglés bien rústico “quédense tranquilos mañana ganan con dos goles de Messi”. Nos quedamos mudos. Sabíamos que era un imitador pero nos miramos entre nosotros. Le pedimos una foto. Nos reímos. Y cuando seguimos con nuestro rumbo el que lo acompañaba dijo algo increíble. “Muchachos, soy argentino, hincha de Estudiantes y este es mi Brujo Manuel”. Y se fue. Eso fue el empujón que me faltaba. Por eso para mañana terminé convencido de que queremos creer.