Cinco amigos de treinta y pico conversan sobre posibles destinos para las próximas vacaciones grupales. La decisión no es unánime pero todos la aceptan: unos días de aventura por los gélidos bosques del norte de Suecia, munidos únicamente de mochilas, carpas y conservas, para reencontrarse consigo mismos y desfragmentar la cabeza después de un año de las obligaciones impuestas por la rutina. De regreso a casa, un asalto en un supermercado termina con uno de ellos asesinado y otro, Luke (Rafe Spall), convertido en silencioso e involuntario testigo. El peso de la culpa del sobreviviente y el vacío de la ausencia dentro de la dinámica grupal son los motores iniciales de Ritual, producción británica estrenada en el último Festival de Toronto y lanzada directamente en Netflix en gran parte del mundo, que aquí tiene estreno en salas porque los filmes de terror viven una primavera eterna. Y no es casual que el gigante del streaming se haya fijado en ella: a fin de cuentas, el film de David Bruckner apuesta, igual que gran parte de las producciones de la plataforma, por un relato que amenaza con ser una cosa  y a mitad de camino se convierte en una mala mezcla de diversos géneros y estilos. 

A la brutalidad de la secuencia del robo le sigue una elipsis de seis meses que encuentra al grupo acampando en una montaña nevada, fría y solitaria como una forma de honrar al caído. Son hombres cuyas vidas permanecen en un estricto fuera de campo, dificultando cualquier posibilidad de empatía: muy difícil que un film de estas características –cualquier film, en realidad– funcione sin que el espectador se preocupe por la suerte de los personajes. Lo que sí funciona en los primeros minutos es el aura inquietante en los planos generales de Bruckner que preludian la explosión inminente de ese orden establecido. Es como si un factor externo, salvaje, estuviera observado y esperando el momento justo para entrar en acción y desatar la violencia. ¿Relectura de Deliverance (1972) en pleno siglo XXI? Hasta allí llegan las reminiscencias al clásico de John Boorman, pues la aventura angustiosa, casi metafísica, termina abrazando los sustos de stock que semana tras semana acapara una buena porción de las pantallas argentinas.