Quizás no haya sido su propósito, Sr. González (PáginaI12, Contratapa, miércoles 6 de junio de 2018), al escribir “Machirulo” –la ocurrencia debida a nuestra ex presidenta– y explicar el fenómeno lingüístico de las palabras o las frases-valija, pero con lo escrito me ha arrancado una sonrisa, halago muy difícil de conseguir en estos días y en este país. He sonreído al leer que nuestro actual presidente de la Nación puso y pone su cuerpo “en modo títere”, quizás a pedido de algún interesado, cuando bailó desde el balcón de la Casa Rosada o cuando baila en festejo de aquello que considera un triunfo político. Francamente, yo siempre observaba a esa persona y a esos movimientos como algo difícil de definir, lo comparaba con un joven pariente mío y su esposa cuando emprendieron el baile tradicional de un vals en la fiesta de casamiento como soldaditos de plomo –estaban tan enseñados que comenzaron a bailar antes de que sonara la música–, pero la comparación no me pareció nunca del todo correcta, había algo distinto en el baile del Sr. presidente, todo un insulto para la danza, al parecer adquirido por enseñanza. La incertidumbre duró hasta que leí su artículo, pues, como Ud. también lo dice y lo muestra la fotografía tan bien lograda que acompaña a “Machirulo”, la similitud exacta se llama “marioneta”, esto es, títere sin movimientos ni dicción propios, descoyuntado, dislocado de cuerpo, palabra y semblante.

Empero, como siempre sucede cuando uno halla algo de interés, a ese instante le siguen otros en los que vuelve a pensar aquello que en principio ha imaginado o sentido, y la sonrisa se me fue borrando, desapareció, para dar paso a una sonroja y algo más tarde a la vergüenza que implican esos movimientos y palabras rústicos –según Ud. también indica–, gestos y palabras dislocados, que nos dedica el Sr. presidente de nuestra Nación, lámparas led incluidas. Para mí no es una novedad la escasa aptitud intelectual y cultural tanto de él como de alguno de sus compañeros de empresa, hoy ministros o secretarios de Estado de su gobierno, pero no podía explicar con suficiencia la clase a la que pertenecen los “cardenal Newman”. Sabía que eran los “ricos” y los “conservadores” actuales de este país, pero más allá de ello no los ubicaba histórica y políticamente, entre otras cosas porque en mi juventud, en la ciudad de Córdoba, había conocido a muchos conservadores, ejemplos de “derecha”, verdaderamente ilustrados, totalmente aptos intelectual y culturalmente, de quienes había obtenido varias enseñanzas a pesar de la distancia de ideales conmigo y con otros jóvenes amigos, cual jóvenes, siempre “progresistas”, calificativo fundado más en una cuestión de edad que en convicciones asentadas sobre conocimientos profundos.

Creo haber desenredado el ovillo. Mis conservadores cordobeses, de mi juventud, eran terratenientes, su riqueza consistía en muchas hectáreas, territorio que, de alguna manera –no siempre santa–, habían obtenido para sus familias. Tenían nombre y apellidos conocidos históricamente, incluso de boca en boca, casi siempre de origen español, a veces mezclado con el idioma –capital– inglés. Ellos, de alguna manera –se podría decir sintomática–, no sólo vivían en la Argentina, sino que, por la dependencia de su riqueza y posición social del territorio, sentían también que eran argentinos, con todo lo que significa esa palabra –que no es una palabra-valija, sino, por lo contrario, implica una realidad– en costumbres y tradiciones, esto es, culturalmente. Todos conocíamos y conocemos esos apellidos patricios, especie de símbolos de la más elevada clase social de nuestro país, incluso si seccionamos esos conocimientos por provincias o en Buenos Aires. El siglo XIX y la primera parte del siglo XX, momentos en los cuales se decidió la ocupación–propiedad de nuestro territorio, afianzaron ese saber. Llegado a este punto siempre evoco lo que dice un conocido mío acerca de la amistad de su progenitor con una familia patricia de la Provincia en la cual vivo, algo similar a lo narrado antes por mí sobre los conservadores cordobeses.

No es el caso actual. Los “ricos” de hoy en día no parecen descender de esa clase, de esos apellidos, ni expresar esos sentimientos; antes bien, parecen hechura de la emigración europea debida a las dos conflagraciones mundiales, en especial a la última, en todo caso, como nuestro presidente, de la unión de esas personas con los terratenientes, a semejanza de la histórica unión de españoles con ingleses, pero al revés. Y su riqueza tampoco se expresa en hectáreas, en la propiedad individual y la medida del territorio que les pertenece, aun cuando puedan conquistarlo con ella, sino, por lo contrario, se simboliza con acciones, especie de milagro financiero logrado por el capitalismo a través, sobre todo, de la transformación en anónimo de ese capital bajo el nombre de una corporación o fondo de inversión. Así las cosas, la nueva clase social pasó a administrar “empresas” –corporaciones o fondos financieros–, a gerenciarlas. Son los célebres CEO –simplificación en inglés de palabras o frases–valija que no puedo describir– que luego de gerenciar corporaciones económicas han pasado a gerenciar al Estado argentino con los resultados conocidos. ¡Con razón los estudios terciarios privilegian la carrera que llaman “administración de empresas”!, suerte de algo que no es ciencia. Ellos son los “nuevos ricos”, cuya fortuna no está aquí sino en lugares que las conservan a resguardo de toda pobreza, personas que acrecientan el valor de sus acciones, medida de su fortuna, mediante los actos de gobierno que deciden y ejecutan. Debe ser por esta razón que el sentimiento de “patria” y la misma palabra parecen serles extraños o no va más allá, incluso parcialmente, de expresar una simpatía deportiva.

* Profesor Emérito UBA.