Siempre me pregunté por qué los supervillanos de película quieren dominar el mundo. Con lo bien que uno está en su casa, solo, sin que nadie le rompa la paciencia. ¿Para qué meterse a controlar, reprimir, aleccionar? Y no es necesariamente un asunto de plata, porque muchos supervillanos son recontramillonarios. ¿Entonces?

Es que detrás del control del mundo está la seductora idea de que ese mundo debe ser semejante de uno. Cuando digo uno digo Dios, una cultura (Roma, la Francia de Napoleón, EEUU), un sistema económico (el capitalismo). Lo que los supervillanos desean es lo mismo que desea la iglesia y las superpotencias.

Para eso hay que controlar muchas cosas, entre ellas el gusto. La globalización apunta a eso: gente que se viste igual, deseos semejantes, culturas híbridas. Usted me dirá que es para venderles a todos las mismas porquerías. Y es verdad, pero también es una batalla cultural: yo tengo la razón y todos deben vivir como yo.

Las armas, en este caso, no son los ejércitos sino las estadísticas, las encuestas, la publicidad y los premios de todo tipo: literarios, para actores, tetas, culos y perros que hacen piruetas. Lo que uno llama gusto, a menudo no es más que la reproducción de uno de estos discursos.

En principio, parece un alivio, porque nos cuesta menos elegir, pero a la vez nos han quitado la posibilidad de correr riesgos, de sorprendernos; del libre albedrío de elegir lo que se nos canta, de dejarnos llevar. ¿Hubo alguna vez que no fue así? Quizá en el comienzo de la civilización.

Dice Sartre que "el hombre es el medio por el que las cosas se manifiestan (...) somos nosotros los que ponemos en relación este árbol con este trozo de cielo (...) si le volvemos la espalda, ese paisaje quedará sumido en su permanencia oscura (...) no hay nadie tan loco que crea que el paisaje se reducirá a la nada. Seremos nosotros los que nos reduciremos a la nada...".

Es claro, las cosas estaban allí y el hombre, al revelarlas, las fue cargando de sentido (distancia, belleza, cartografía, pertenencia) y las fue agrupando en categorías que reconocemos fácilmente. Luego, en alguna etapa de la modernidad, alguien vio en esto una forma de control. Y aparecieron las armas mencionadas.

Quizá no es solo un problema de la modernidad. Si hasta en Pompeya había campañas publicitarias políticas. Y todo indica que la publicidad se remite por lo menos a Gutenberg, que hizo afiches que pegó con pegapesito en los vidrios de los bares para vender su revolucionario invento. Y no hay que descartar que belicosos pueblos del pasado hayan mandado publicistas a los pueblos que iban a invadir para que recibieran a los soldados como salvadores. Eso pasa todavía hoy.

Claro que antes de la aparición de estas herramientas, vender algo o a alguien era caro y complejo. Como cuando el borbón Carlos III buscaba esposa y mandó un retrato suyo a la elegida, seguramente un cuadro de Mengs, pintor de la corte. Todo un despliegue y con final incierto, tanto que la elegida al ver el cuadro lo descartó por completo.

De haber contado con publicistas y el apoyo de Cambridge Analytica, Carlos III, que era feo como la gran siete, hubiera tenido más chances. Ellos habrían logrado lo que para Mengs era imposible: hacer vendible (embellecer) "el producto", y seguramente ella, la "consumidora", hubiera caído en la trampa, como caemos nosotros todo el tiempo.

Pero, Chiabrando, ¿cómo sabríamos qué elegir, entonces? Y yo respondo: equivocándose. Si igualmente todo premio y toda publicidad lleva una parte implícita de engaño: ¿lava mejor Ala que Camello? En el origen las cosas debían probarse para saber si valían o no. ¿Y este honguito? ¡Parece rico! Es probable que alguno haya muerto de comer un yuyo buscando complementar la ensalada. Ahora, igualmente uno se enferma por el glifosato que, según la publicidad -la misma capaz de embellecer al feísimo Carlos III-, no es dañino.

Es un círculo vicioso. Y con las redes, ni te cuento. Nuestra humanidad terminó en divisiones del estilo de: a) le gustan las Criollitas, b) le gustan las Express. El hombre "reveló" el mundo, según Sartre, y las empresas "revelaron" a los consumidores.

A veces ni se molestan en hablarnos de las bondades de los productos. Un culo o alguien bailando equivale a la felicidad de usar perfume. O nos hacen mirar para otro lado y nos venden gato por liebre, como cuando en el supermercado uno encuentra un producto carísimo que tiene la función de que el de precio intermedio nos parezca accesible.

Habría que hacer el ejercicio de preguntarse qué nos gusta sin pensar en nada que provenga de las usinas de control del gusto. Sin pensar en ningún producto que sea promovido por encuestas, estadísticas, premios. Difícil, ¿eh? Entrar a una librería y elegir por el color de la tapa, el título o la cara del escritor. Votar a un candidato político por el tono de la voz, la mirada, la forma de mover las manos, las palabras que usa. Como se elige una novia, por ejemplo, obviando el erotismo. O con erotismo, por qué no.

Quizá llegó la hora de, citando a Sartre, darle la espalda a las cosas. Preguntándose, como se pregunta un personaje de Los galgos, los galgos, de Sara Gallardo, "si todo desaparece cuando dejamos de mirar". Sabemos que no, pero es ejercer el mismo poder que tuvo el hombre cuando reveló las cosas.

El mundo apenas se va a enterar, claro, pero sería una pequeña victoria personal. Es probable, según Sartre, que el que desaparezca sea también el hombre. "Seremos nosotros los que nos reduciremos a la nada y la tierra continuará en su letargo hasta que otra conciencia venga a despertarla".

Quizá es un riesgo que vale la pena correr, como el de comer un yuyo a ver si es rico, si sana o mata. Sería una revolución, sin ninguna duda, la revolución de darle la espalda al mundo civilizado tal como la planearon los otros, y recuperar los miedos originales. Y dejar que la tierra continúe en su letargo hasta que otra conciencia, la nuestra curada de tanto ruido, venga a despertarla. Y si, como dice Sartre, nos reducimos a la nada, es cuestión de volver a comenzar.

 

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