Ubicar a Michel Foucault dentro del horizonte de la filosofía académica supone una compleja serie de dificultades. En efecto, se trata de un autor que dedicó gran parte de sus esfuerzos a sacudirse cualquier etiqueta, actitud que se corresponde con uno de sus objetivos principales: la desnaturalización de los sistemas de clasificación a los que estamos habituados.

Foucault tuvo muchos detractores, autores que atacaron con crueldad a sus publicaciones y también a su persona. Contra ellos supo discutir encarnizadamente cuando así lo consideró necesario. Pero él comprendía que sus verdaderos enemigos no eran los otros actores del campo intelectual sino los conceptos osificados que estructuran las relaciones de saber y de poder definiendo dinámicas sociales, modelos subjetivos y figuras identitarias. 

Separar los campos del saber en disciplinas –filosofía, biología, historia, geografía, medicina, lingüística, etc.– y establecer fronteras y requisitos de pertenencia no es más (ni menos) que el resultado operativo de las lógicas de identificación propias de la modernidad. Así fue señalado en Las palabras y las cosas. En ese libro que lo convirtió en una celebridad, Foucault mostró que toda taxonomía es un producto histórico. Lo hizo analizando los patrones de pensamiento que marcaron el derrotero de la historia europea de los últimos siglos desde la perspectiva de alguien que se comporta como un extraño dentro de los contextos de sentido de su propia cultura. 

Foucault, entonces, evitó el juego de las filiaciones y se resistió a cumplir la exigencia de la identificación. “No me pregunten quién soy ni me pidan que siga siendo el mismo” concluyó en la introducción de La arqueología del saber, no sin antes agregar: “que nos dejen libres cuando se trata de escribir”. Se vuelve indispensable desoír las exigencias metodológicas y las pautas de estilo; en muchos casos, éstas constriñen y anulan más de lo que habilitan. La potencia de un pensamiento no reside en su coherencia interna sino en su capacidad de interesar, es decir, de herir. Discutir, entonces, si Foucault fue un filósofo, un sociólogo o un historiador es poco menos que un despropósito pues implica reintroducirlo en las lógicas disciplinares cuyos orígenes enrevesados y conflictivos él se encargó de mostrar.

Esas disciplinas que Foucault puso en cuestión abarcan a las tecnologías que generan cuerpos dóciles al interior de las instituciones de encierro –tal como analizó en Vigilar y Castigar–, pero también refieren a los dispositivos de selección, control, regulación y organización de los discursos. La disciplinarización permite la existencia de saberes legitimados y también produce el relegamiento de otros saberes que no se corresponden con los parámetros establecidos por las dinámicas de certificación. La crítica foucaultiana tuvo el propósito de hacer reaparecer esos saberes locales o regionales que históricamente fueron solapados, acallados y descalificados. 

Estos planteos nutrieron a las teorías poscoloniales y a muchas de las corrientes que se inscriben dentro del pensamiento feminista. 

El regreso de esos saberes sometidos abrió nuevas posibilidades de analizar los discursos más ampliamente difundidos y aceptados. En esa clave, Foucault se dedicó a componer una genealogía del liberalismo que lo obligó a prestar atención a las tendencias neoliberales que comenzaban a manifestarse con fuerza a fines de los años ’70. Por no condenar de manera explícita a ese neoliberalismo que ponía en jaque a las estructuras del Estado de Bienestar, fue acusado de simpatizar con esas teorías. Pero esas imputaciones parten de una incomprensión básica: el pensamiento foucaultiano se ubica en un plano extramoral. Para Foucault nada está bien, nada está mal, y sin embargo todo es peligroso. 

Michel Foucault fue un crítico, uno de los más agudos que podemos encontrar dentro de las cartografías intelectuales del siglo XX. Su objetivo fue mostrar las luchas, los conflictos y las disputas que configuraron las estructuras que nos hacen ser quienes somos. Su búsqueda apostó por la posibilidad de producir resistencias frente a la forma en la que somos gobernados. Su muerte temprana dejó inconclusas sus indagaciones éticas que apuntaban a explorar los diversos modos de transformación que los sujetos pueden experimentar consigo mismos.

Profesor de Filosofía y Doctor en Ciencias Sociales. Docente de la Universidad de Buenos Aires y de la Universidad Nacional de Tres de Febrero.