“Una invención siempre lleva a otras invenciones, haciendo que la humanidad ascienda, peldaño tras peldaño, la escalera sin fin del progreso”, se plantea, con una estrafalaria devoción por el progreso, en La extinción de las especies (Anagrama), de Diego Vecchio, novela que fue finalista del Premio Herralde 2017. La imaginación de Vecchio es exquisita y obstinada en tiempos como el presente, en el que muchos escritores han decretado la muerte de la ficción. Zacharias Spears funda el Museo de Historia Natural en Washington, donde alberga los especímenes recolectados en la expedición de exploración del Oeste. Su sueño es que los visitantes puedan emprender un viaje hasta espacios y épocas remotas, por el módico precio de dos centavos, para ver el espectáculo del mundo, comprimiendo a escala humana “el parsimonioso tiempo de los planetas, de modo que hasta un niño pudiera observar, en cuarenta minutos, aquello que había acaecido durante miles de millones de años”.

La novela empezó por un viaje que hizo Vecchio (Buenos Aires, 1969) al sudoeste de Estados Unidos en 2010. Entonces estuvo en Arizona, en el Gran Cañón del Colorado, y visitó la reserva de los indios Hopi. “Fue como pasar de un mundo al otro. Me hizo pensar mucho en un libro que había leído, El ritual de la serpiente, de (Aby) Warburg. Lo que me sorprendió fue que las imágenes que tenía del libro Warburg, que eran del siglo XIX, seguían todavía vivas en ese lugar. Al principio quería escribir una novela sobre indios, pero es muy difícil, por no decir imposible, por toda la tradición que hay en la literatura argentina, y esto hizo que el libro tomara otro rumbo hacia los museos”, recuerda el autor de Historia calamitatum (2000), Egocidios: Macedonio Fernández y la liquidación del Yo (2003), Microbios (2006) y Osos (2010). Vecchio vive en París desde 1992, donde da clases de literatura hispanoamericana y talleres de confección de lenguas imaginarias y espectrales en la Universidad París 8.

–¿Qué condensa un museo como institución? 

–Cuando se ponen juntos objetos formando series, se crean ficciones. El hecho de poner una víbora al lado de un pájaro embalsamado está creando una historia de la vida: primero vinieron los reptiles y luego los pájaros y luego los mamíferos y luego el hombre y luego no sé qué vendrá después de nosotros, cuando se extinga la especie humana. Hay una analogía entre curadores de museos y escritores. Las historias que inventé no son muy ortodoxas, hice intervenir un poco a la imaginación para correr de lugar lo que nos cuentan en los museos.

–¿Se corrió del guión?

–Para escribir hay que correrse del guión. La literatura está hecha para correrse del guión y para reconfigurar los estereotipos. 

–“El conejo es una ardilla albina, de pelo largo y lacio, gordinflona. El ciervo, una ardilla incorregiblemente coqueta, que se podó la cola, se implantó unos cuernos para parecer más alta y aprendió a caminar con una pezuñas muy incómodas con tanta gracia que hizo morir de envidia al resto de las especies”, se lee en un fragmento de La extinción de las especies. ¿Cómo se le ocurrió trabajar con los animales de esta manera?

–Si el hombre desciende del mono, yo me dije “¿por qué no hacerlo descender de otro animal?”. Entonces se me ocurrió poner una ardilla, un animal emblemático de Estados Unidos, y empecé a imaginarme cómo sería el hombre si descendiera de la ardilla. Pero podría haber descendido de un cangrejo o de un pulpo. Si el animal original fuera una ardilla, ¿cómo se podrían ver a los otros animales? Aquí también consiste en correrse un poco del lugar para imaginar cómo sería un ciervo, un oso o un conejo desde una ardilla. No sería imposible que en el futuro aparezca una teoría que diga que el hombre no descendió del mono, que descendió de otro animal.

–Si el hombre descendiera de la ardilla, Diego Vecchio sería un precursor.

–Sí, podría ser un precursor del Darwin del futuro (risas). Hay una relación de oposición con la ciencia que es falaz. Julio Verne se imaginó el viaje a la Luna en el siglo XIX y esto que parecía imposible se realizó un siglo después.

–En el siglo XXI la imaginación aparece como agotada. Hay escritores que creen que la literatura pasa por otro carril. ¿De qué manera prefiere intervenir como escritor?

–Frente a estas propuestas que plantean que la imaginación es cosa del pasado, yo reivindico lo contrario. La imaginación no está agotada. Sin imaginación,no sé qué queda de la literatura. No es nuevo que la imaginación tenga tan mala prensa. En el siglo XIX, la imaginación era como una facultad inferior en relación a la razón. Era mejor el pensamiento lógico que la imaginación. Esta mala prensa de la imaginación persiste de otra manera hoy con un interés más por lo “real”, la “verdad” o las experiencias personales. Cuando alguien trata de contar su vida, por más que cuente su vida está imaginando su vida. La memoria no reproduce, la memoria fabula, la memoria imagina. 

–¿Cómo surgió el taller de confección de lenguas imaginarias y espectrales que da en la Universidad París 8?

–Enseño en la universidad de París 8, que tiene una tradición experimental importante. Y me pidieron que diera un taller como escritor extranjero en Francia sobre escribir en lenguas extranjeras. El problema con el que me encontré es que los estudiantes escriben en francés, pero el francés no es la lengua materna de todos. Y era muy difícil definir cuál era la lengua extranjera y cuál la lengua materna. Entonces se me ocurrió algo que viene de Xul Solar: pensar un taller de confección de lenguas imaginarias. Inventamos lenguas. Hay una tradición de lenguas inventadas en las vanguardias futuristas y dadaístas; Borges habla de las lenguas de planetas, de Tlön; hay una gran tradición mística de invención de lenguas. Hay un gramático loco y genial, (Jean-Pierre) Brisset, que trabajó en los ferrocarriles y participó en la guerra franco-prusiana. Como prisionero, tuvo la oportunidad de aprender alemán, y se puso a escribir una gramática comparativa entre el francés y el alemán. En medio de este trabajo muy serio, tuvo una especie de revelación y comenzó a escribir una gramática delirante donde plantea que el francés viene de la lengua de las ranas. Lo interesante es que hace asociaciones fonéticas; no hay un desarrollo argumentativo lógico. Entonces comienza a hacer juegos de palabras, que en francés es mucho más fácil que en español. De pronto, el francés se vuelve una lengua tartamuda y en medio de este tartamudeo imagina teorías que son muy interesantes para los escritores.