“Fue el autor divertido más triste del mundo”, define Leila Guerriero en el programa de mano de En lo alto para siempre, obra que toma como disparador el universo de David Foster Wallace. Aquella frase funciona, también, como carta de presentación de este espectáculo escrito y dirigido por Camila Fabbri y Eugenia Pérez Tomas, porque ése es el clima sobre el cual flota: aquí, en sintonía con la biografía del autor evocado, hay una depresión, pastillas y un suicidio (o habría que decir “hubo”). Una madre en eterno duelo tiene ganas de hacer lo mismo que Pablo, el hijo, el muerto: arrojarse desde la terraza. No obstante, por diferentes motivos, ésta no es una obra triste. O no únicamente.

El espectáculo se presenta en la sala Orestes Caviglia del Teatro Nacional Cervantes. Virginia es la mujer en duelo eterno, exquisitamente interpretada por María Onetto. Profesora de filosofía, sus palabras parecen no alcanzarle para conceptualizar aquello que quizás sea lo más difícil de abarcar con el lenguaje: la muerte de un hijo. La mayor parte de la acción dramática transcurre en lo alto, en la terraza; el dispositivo escenográfico muestra el hogar, pero no es habitado por los personajes. Pablo (Pablo “Kun” Castro), el hijo, el muerto, no sólo está presente sino que también podría decirse que es el personaje principal: un fantasma –así es mencionado en el texto–, ése que Virginia se resiste a dejar ir. La que imprime luz a la escena es Lidia (Delfina Colombo), joven hija de Virginia que está embarazada, y que intenta ayudar a su madre a salir de la melancolía.

El cuarto personaje, externo a la familia, es Emilio (Marcelo Subiotto), poético plomero, un guiño de que el arte y la vida cotidiana están fusionados (como en la película Paterson). Sucede que la casa de Virginia se hunde. Metafórica, pero también literalmente. Y entonces Emilio llegará para rescatar la casa, en las dos dimensiones del asunto. Si esta obra flota entre la tristeza y la diversión –con momentos de humor incluso cuando trata de lo más espeso–, también lo hace entre la muerte y el nacimiento, lo abstracto y lo concreto, lo absoluto y lo cotidiano, el cuerpo y el intelecto. Estos contactos son delicados y sutiles, pero al parecer intentando un verdadero acto de comunicación con el espectador.

Un monólogo interior atosigaba a Foster Wallace, quien se suicidó el 12 de septiembre de 2008, ahorcándose con una soga en el patio de su casa en Claremont, California. La obra de Fabbri y Pérez Tomas –directoras del circuito independiente, acogidas en este caso por el ámbito oficial– fue creada a partir de recortes, fragmentos de ficciones y documentos testimoniales del autor de La broma infinita. Algunos pasajes del escritor estadounidense son pronunciados por los personajes. Aparecen, ocupando un lugar crucial, “En lo alto para siempre”, el cuento sobre un adolescente que sube a un trampolín, y que establece una analogía con la terraza y el abismo; y “Esto es agua”, discurso que Foster Wallace brindó en una ceremonia de graduación en la Universidad de Kenyon: “Las realidades más obvias e importantes son con frecuencia las más difíciles de ver y sobre las que es más difícil hablar”, planteaba entonces.

El agua es un personaje más del espectáculo, fuertemente atravesado por aquella idea del monólogo interior, sobre la cual Foster Wallace se explayó: “Aprender a pensar realmente significa aprender a ejercer cierto control sobre cómo y qué es lo que pensamos. Significa estar lo suficientemente conscientes para escoger a qué le ponemos atención y decidir cómo vamos a construir significados a través de la experiencia. Porque si ustedes no pueden o no quieren ejercer este tipo de decisiones en su vida adulta, estarán totalmente derrotados (...) No es coincidencia que la mayoría de los adultos que se suicidan con armas de fuego siempre se disparen a sí mismos en la cabeza. Y la verdad es que la mayoría de estos suicidas estaban muertos mucho antes de jalarle al gatillo”. Los personajes también son atosigados por sus propios pensamientos.

Hasta que, en un momento de distensión, muy logrado, bailan una canción de Alanis Morissette (que a Foster Wallace le gustaba mucho). Pareciera que es allí, en el baile, donde se disuelve la dicotómica tensión entre cuerpo y pensamiento. Como en una película de Xavier Dolan. Como en una buena película, la belleza de En lo alto para siempre tiene su veta plástica: la paleta de colores que va tomando el cielo evoca la verdadera belleza del cielo, y aparte de haber sido minuciosamente pensada por David Seldes desde la filosofía de la obra (¿Qué colores puede tener la melancolía? ¿Cuáles son los colores de los sueños, de lo ausente y de lo presente? ¿Cómo se transforma un hogar después de una muerte?), resulta envolvente para estos personajes condenados a estar solos, como los espectadores. Como todos los adultos. Aunque la sensación se apacigüe gracias al arte.