A los 14 conviví un par de años con una chica un poquito mayor que yo, no voy a dar su nombre. Tampoco da para inventar uno, porque esta historia sería imposible de contarla sin recordarla, a ella, con su nombre verdadero.

Ambos tuvimos que emigrar de nuestras casas, dejar nuestros afectos, nuestras cosas, a esas edades... Ella venía del campo, la hija bonita del medio, en el seno de una familia numerosa que vivía de lo que generaba su pequeña porción de tierra cercana a Fernández, la capital del agro santiagueño.

Yo me había tenido que mudar solo, a los 13, al centro de Santiago, para cursar el secundario con orientación biológica en la Escuela Normal Manuel Belgrano.

Fue muy fácil que nos lleváramos bien, que cocináramos juntos, y, muy pronto, fui su profesor de inglés y confidente. Morocha de piel muy blanca, ojos negros y nariz respingada, subía las escaleras contando del uno al diez en el idioma imperial y estaba enamorada del típico chico rubio del pueblo. Yo lo conocía muy bien, conocía a su familia, por lo que me pareció muy raro que un chico “así” estuviera de novio con una “chinita” que “trabaja de muchacha en una casa”. No dije nada, me tragué esas apreciaciones, pues conmigo pasaba lo mismo: los chicos de las camionetas tampoco me iban a llevar a la misa el domingo.

El romance con el “paio” iba viento en popa. Cuando ella volvía al campo, él le decía que la había estado esperando. Desde el lunes al viernes, su humor era exultante. Me encantaba verla cuando se lavaba el pelo con shampoo y crema enjuague en sachet en un fuentón rojo, bajo el sol, en el patio.

Ella me contaba que el rubio la pasaba a buscar a la noche con la camioneta Ford F100 y “al rato nomás la dejaba”. No se animaba a contarme que tenían relaciones, pero sí se encargó de decirme que su padre jamás permitiría un “hijo en soltera”. Cuando decía esa frase “hijo en soltera” se nos helaba la sangre, a ambxs. Ella lograba hacerme sentir el miedo de “meter la pata”.

Una noche cruda de invierno, mi madre se quedó conmigo en la capital para no volver al pueblo dadas las bajas temperaturas. Cocinó algo rico, comimos solos. “Esta chica está muy flaca, muy pálida (señalaba con la mano hacia la pieza donde dormía la feliz enamorada, sin apetito, algo afiebrada). ¿Ustedes comen o están a dieta?”, remató mi madre, haciendo hincapié en nuestra complicidad adolescente antes de subir a dormir.

Eran las 4 y ya terminaba de leer una de Ágatha Christie cuando empecé a escuchar unos leves quejidos... tan apagados que sólo podían ser escuchados en esa noche invernal en la que no se movía ni una hoja. Corrí a buscar a mi madre, ambos bajamos las escaleras. Al final de un río serpenteante de sangre, estaba su cuerpo, en el piso helado.

La subimos como pudimos al auto, se nos desvanecía entre los dedos. La abrigamos con colchas y mi madre la llevó a urgencias del hospital.

Tardamos unos días en recuperarnos de semejante episodio y percibía una tristeza nueva alojada en su mirada. Por un tiempo dejamos de charlar y reírnos como antes, porque ella se sentía siempre triste, devastada. Un fin de semana se fue a su casa y no volvió más. Me mandó a decir con una prima que estaba anémica y que extrañaba a su familia. Me mandó unas cartitas con pegatinas y se disculpó por no volver a trabajar en casa. Yo tenía planeado jugar al carnaval con ella, llenar las bombitas de agua y tirársela a los changos que iban a la terminal de ómnibus, como lo habíamos hecho el año anterior...

Una tarde, un tiempo después, salimos en moto con la Mariana, una amiga del pueblo, y lo cruzamos al rubio. Estaba con su novia. Su novia de siempre, en la camioneta Ford F100. Con la que nunca había dejado de estar y con la que hasta el día de hoy, sigue.